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En vez de darse cuenta de que la única forma en que se cambia la cultura en democracia es convenciendo (mediante las armas culturales del diálogo, el prestigio y la persuasión), ella, la Presidenta, parece creer que la cultura puede torcerse mediante la mera política estatal conducida por funcionarios imprecisos.‏

¿Cambiar el gabinete o cambiar la cultura?

"La Presidenta se resiste a cambiar el gabinete, a pesar de los pobres resultados, porque cree que su tarea no es atender a lo que la gente prefiere. Ella ahora concibe la política como un empeño por cambiar la cultura, las preferencias espontáneas de la gente..."


¿Tendrá disposición la Presidenta para cambiar su gabinete y limar los aspectos amenazantes y desordenados de las reformas que impulsa?

Para saberlo es imprescindible recordar su primer mandato.

Entonces Bachelet creyó que hacer política no consistía en elegir o rechazar la situación según sus personales gustos o preferencias, sino en operar en el seno de las situaciones existentes.

En su primer mandato comenzó alentando a la ciudadanía a empoderarse, a hacer suyo el gobierno y a construir una sociedad participativa y transversal. A poco andar la ciudadanía hizo caso -esto llevó a The Economist a titular con ironía She got it , (Ella lo consiguió)-, se despertó el mal del infinito, se sustituyó la realidad por un mar sin orillas, y Bachelet acabó esa primera parte de su gobierno cambiando el gabinete y no precisamente para renovar las élites.

El cambio consistió en fortalecerlas y en contener las expectativas que su propio discurso, y su imagen, habían desatado. El mar sin orillas de los inicios de su primer gobierno comenzó así a transformarse en un caudal ordenado, que transcurrió al compás de las cuentas de su ministro de Hacienda (Andrés Velasco) y su jefe de Presupuestos (Alberto Arenas).

¿Ocurrirá lo mismo ahora?

Hay algo que indica que Bachelet se resistirá esta vez a hacerlo.

En su entrevista al diario El País de hace algunas semanas, deslizó una observación que podría indicar que si en su primer gobierno creía que a veces era necesario inclinarse ante las situaciones existentes, ahora no lo cree. Ella ahora parece pensar que si la realidad no se comporta como se ha previsto, será peor para la realidad. En efecto, en esa entrevista, y a la hora de explicar algunas de las dificultades que experimentaba el gobierno, declaró:

"A veces uno tiene que hacer políticas que cambian culturas".

Se ha reparado poco en la importancia de esa frase.

La cultura es ni más ni menos que el tipo de cosas que la gente espontáneamente valora, las formas de comportamiento y de conducta que las personas llevan adelante impulsadas por el ethos que la configura. Las pautas de consumo, las prácticas con que la gente busca distinguirse ella misma o distinguir a sus hijos, la forma en que aprecia el mundo, cuán acogedor o amenazante lo experimentan, pertenecen a la cultura. Cambiar la cultura supone entonces desdeñar lo que la gente espontáneamente cree o piensa. Hay pues una contradicción insalvable entre hacer política atendiendo a la voluntad de la gente y hacer política para "cambiar la cultura".

Quizá ahí esté la clave del comportamiento del Gobierno.

A primera vista, el Gobierno parece incurrir en un malentendido cuando desoye los temores de los nuevos grupos medios que ven amenazados los dispositivos (el consumo, las posibilidades de elección de escuela, la rara dignidad que confiere el acto de pagar, etcétera) a través de los cuales experimentan su vida como fruto de sus propias elecciones. El observador se pregunta cómo el Gobierno no advierte que referirse en términos derogatorios a esa experiencia (como se ha hecho tantas veces a propósito de la reforma educacional) equivale a ponerse en contradicción con el tipo de preferencias y modos de vida que ha ido generando la modernización capitalista y a la que, hasta ahora, la gente aspira.

Pero no.

No hay malentendido.

La Presidenta ahora piensa que hay que hacer políticas públicas que "cambian culturas", políticas que vayan a contracorriente de lo que la gente, engatusada o alienada por la modernización y el mercado, presa de una falsa conciencia, cree o prefiere. En vez de darse cuenta de que la única forma en que se cambia la cultura en democracia es convenciendo (mediante las armas culturales del diálogo, el prestigio y la persuasión), ella parece creer que la cultura puede torcerse mediante la mera política estatal conducida por funcionarios imprecisos.

Con esa convicción es bien difícil que se cambie el rumbo.

Si el gabinete despierta resistencias en la gente -podrá razonarse ahora-, eso no es un signo de que quizá hay algo malo o excesivo en las políticas que se impulsan, sino la confirmación final de su bondad: ¿acaso no se trataba -como la Presidenta anunció al diario El País - de cambiar culturas, de actuar contra lo que la gente espontáneamente cree?

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