Es curioso cómo funciona la mente.
Tuvieron que pasar más de treinta,
tal vez cuarenta años antes de escuchar
'Sweet Baby James' como «Lullaby»,
como canción para quedarse dormido,
al estilo de los ambientes de las historietas
de nuestra primera infancia:
historias de vaqueros como Roy Rogers,
Hopalong Cassidy o Gene Autry.
Mientras la balada de James Taylor
se reproducía una y otra vez,
volvían escenas de luminosos
y desolados patios y peladeros
del colegio de Pedro de Valdivia.
Cada pastelón, cada escaso banco
o banqueta, uno que otro esmirriado árbol.
Construcciones eclécticas, por llamarlo
de una forma generosa, empolvadas de tiza,
algo al parecer no muy atractivo.
Pero allí está la añoranza completa.
Especialmente la Casa de las Primeras,
el Patio de las Columnas,
el Bulletin Board; los pupitres
de preparatoria que guardaban
los coloridos First Dictionary,
y sobre una de las paredes
de cada sala, las bolsas de género escocés
en que metíamos el equipo de gimnasia:
una polera de algodón con el color
del respectivo curso,
un short azul y unas zapatillas
blancas de lona, marca Bata.
Los bancos de humanidades
importados de Estados Unidos,
al igual que las mesas del comedor.
Los lockers, el laboratorio,
el teatro del colegio,
la casa de los scouts,
el taller de Manuelito,
la cancha de tenis,
la sala de música,
los talleres de arte,
la librería en el subterráneo
del Edificio de Humanidades,
en la que el Father Dorsey
vendía útiles escolares
la azotea con la antena
de radioaficionado
del Father Provenzano,
la biblioteca del Father Müller,
la oficina del Father Huard,
la Pajarera, la Sala de AudioVisual,
el Hall de Entrada, la Capilla,
la Sala de Profesores,
la Casa de los Curas,
el Patio del Trompo,
las Canchas de Basketball
y Baby Fútbol, los patios
que se llenaban de Stands
para cada Pep Rally,
las School Buses estacionadas
en la calle Los Estanques,
el Foso de Salto Alto,
la imagen de la Virgen
a la que le rezábamos
en el Mes de María,
el Kiosko de las Ureta,
el de Obras Sociales;
la Garita de Pedrito
a la entrada del colegio;
el triciclo de Juan Diablo,
el cajón vidriado de Parrita
en el que vendía sus Dulces chilenos.
Allí está el uniforme clásico del colegio,
la herencia británica de don Carlos Hamilton,
que alcanzamos a utilizar por tres años.
Ese gris con ribeteado de género azul,
la corbata de lana de franjas amarillas y azules;
la camisa gris, los calcetines con una franja
azul acompañada de dos líneas delgadas
del mismo color que subrayaban
las peladas rodillas que soportaban
las cotidianas e interminables pichangas.
Esa tábula rasa es la que sirve para
perderse hasta dormirse…
surgiendo ese taller de creación colectiva,
en el que miles de georgians
se reunían día a día,
para reinventar el mundo,
reírse de todo, escapar a la lata
de la rutina cotidiana,
aprender algo y fortalecer
los vínculos amistosos
y aprender a sobrevivir
en esa acotada jungla de cemento.
La voz de las misses,
con su spanglish,
y una mezcla de determinación,
severidad y momentos de ternura maternal.
La impronta deportiva,
los interescolares,
la efervescencia cuestionadora
de todo impregando todo
de audacia, creatividad y desafío.
Sin saberlo, preparándonos para la vida,
es decir: «Derecho a lo difícil».
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