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La precisión y rigor de la ley...‏



En nuestras leyes
por Pedro Gandolfo 
Diario El Mercurio, Sábado 14 de Abril de 2012 
http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2012/04/14/en-nuestras-leyes.asp


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El Estado, señor lector, tuvo y sigue teniendo una acrítica confianza en su capacidad de establecer cambios profundos en la sociedad: cree que él posee la fórmula y el método mágicos para transformar aquélla en beneficio de todos: la ley.

En “Alabanza a la ley”, de Werner Jaeger, el autor del magnífico “Paideia” (el cual ningún reformador educacional debería dejar de leer y pensar), nos enteramos de que aquélla, tal como la conocemos hoy, es un gran invento del hombre griego, una admirable tecnología a la cual el Estado moderno acude pródigamente en sus múltiples formas (Constitución, ley, decretos, etcétera), consistiendo una parte mayor de su acción en producir masivamente normas, reglas, regulaciones. La ley de Jaeger (que ya en la madurez de la civilización griega era el resultado de una compleja transacción de la asamblea legislativa) es hoy una maraña de reglas que un grupo demasiado numeroso de expertos —los abogados— interpreta y administra; que un ejército inmenso de colegisladores, asesores y burócratas fabrica, y que se supone que nosotros —la sociedad— obedecemos. Si alguien no lo hace, existe, por cierto, otro grupo de funcionarios —jueces, policías, gendarmes— que declaran, sancionan y castigan la transgresión. Ese es el esquema —ideal y simple— en que el Estado funda su fuerza utópica y que pocos cuestionan: la beatería nacional por la ley es idiosincrásica.

Y no es para menos, si se considera la influencia del gran Código Civil de 1857 (que es, sin atrevimiento y en sintonía con lo anterior, una de las más altas expresiones de nuestra tradición literaria, y determinante en nuestro desarrollo institucional), el cual contiene esta admirable definición: “La ley es una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite” (artículo 1).

Considere nada más el carácter escueto, casi franciscano, de la definición de Bello: no le interesa si proviene de una autoridad democrática o autocrática, republicana o monárquica, ni contiene exigencias respecto de su contenido. No pide, por ejemplo, que sea justa, ni conveniente, ni adecuada a cierta concepción moral o ideal social.

Tampoco a la ley —según Bello— le toca enseñar, moralizar, reflexionar, educar: sólo mandar, prohibir o permitir. ¡Qué estupendo sería que nuestros legisladores se atuvieran a la letra y al espíritu de esta disposición! ¡Qué prometedor sería para la felicidad pública si manejasen el castellano, si no como Bello, al menos, con precisión y rigor! El legislador, si quiere orientar en algo el cambio social, debe esmerarse al máximo en inteligencia y deliberación, y no caer en la mera ilusión de que la ley va a ir espontáneamente moldeando a una dócil sociedad en el sentido de sus buenas intenciones. 

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