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La necesaria incorrección

Edwards, Jorge 
Jueves 05 de Abril de 2012


Un notable ensayista francés, autor de un libro extraordinario sobre Chateaubriand, entre muchas otras obras, recibió hace poco el premio literario de la Editorial Reino de Redonda, empresa un tanto quijotesca fundada y dirigida por el novelista español Javier Marías. Me parece envidiable la decisión y el ánimo de Marías: fundar una editorial, en los tiempos que corren, y además crear un premio internacional, independiente, orientado por el único criterio de la calidad. Son palabras mayores, y creo que Javier Marías, que una vez se enredó en una discusión inútil conmigo, ha tenido una idea excelente. Ahora bien, me parecen especialmente interesantes las palabras de Marc Fumaroli al recibir este premio. Dijo que lo consideraba mucho más importante que el Premio Nobel de Literatura, y dio dos razones perfectamente claras, a mi juicio, indiscutibles. El jurado del premio inventado por Javier Marías está formado por un grupo de personas muy conocidas, de autoridad intelectual indiscutible. En cambio, nadie conoce a las personas que conceden el Nobel. Y agregó un juicio de valor importante: los miembros de la Academia de Suecia se muestran siempre muy preocupados por la corrección política. No premiaron en su tiempo a Jorge Luis Borges probablemente por este motivo. Y tardaron mucho, por eso mismo, en darle el premio a Mario Vargas Llosa. Las personas que deciden sobre el Premio Reino de Redonda, por el contrario, no estarían tan interesadas en el concepto de la corrección. Serían más o menos correctas en algunos casos, incorrectas en otros. Es una prueba de autonomía, de libertad, de pensar con un pensamiento propio, ajeno a los lugares comunes.
En su libro sobre Chateaubriand, Fumaroli sostiene y desarrolla a fondo una tesis brillante sobre el autor de las Memorias de ultratumba. El vizconde de Chateaubriand, nacido en la provincia de Bretaña, pertenecía a una aristocracia menor. Estaba destinado a ser un noble de espada, a vivir en una casa de piedra con escudo de armas encima de los portones, a conseguir alguna posición de magistrado, de alcalde, de algo parecido. En un primer momento simpatizó con las nuevas libertades proclamadas por la Revolución de 1789, que le parecieron inspiradas en forma directa por los filósofos ilustrados que admiraba: Jean Jacques Rousseau, Diderot, Montesquieu. Pero viajó a París y se topó de narices con el terror revolucionario, con bandas de sujetos que corrían por las calles y que cargaban picotas con cabezas humanas ensartadas en la punta. Trató de aguantar durante un tiempo, pero después no tuvo más remedio que irse a Londres. Allí supo de la muerte de numerosos parientes y amigos suyos en la guillotina. Pasó de ser un joven conocido, dotado, que había hecho buenos estudios, que había sido presentado a los reyes de Francia, a ser un perfecto desconocido y un muerto de hambre. Según Fumaroli, estas circunstancias dramáticas llevaron a que François René de Chateaubriand se refugiara en la poesía y en la reflexión histórica. El Ensayo histórico, moral y político sobre las revoluciones, publicado en Londres en 1797, después de los años de Robespierre y de su temible Comité de Salud Pública, fue “su acta de nacimiento a la prosa y el primer incunable de una poética de los desterrados”, escribe Fumaroli en las primeras páginas de su Chateaubriand, Poesía y Terror.
A propósito de premios, me pidieron hace poco que firmara una carta en apoyo de una campaña del Premio Nobel a favor de Nicanor Parra. No es la primera vez que los chilenos me piden participar en operaciones de esta naturaleza. Me parecen profundamente anticulturales, exclusivamente mediáticas, y me he negado siempre a incurrir en estas agitaciones. En los años sesenta, yo era funcionario del Ministerio de Relaciones y me ordenaron trasladarme a Estocolmo para organizar una exposición de libros de Neruda en una exposición de maquinaria agrícola. El espacio asignado para Neruda estaba al lado de un stand que presentaba máquinas ordeñadoras. Le dije al Ministerio que la idea me parecía un perfecto disparate y el poeta se ofendió a muerte conmigo. Me mandó una carta plañidera, donde me cobraba sentimientos. No sé si después reaccionó. Nunca lo supe a ciencia cierta. Hasta aquí, en cambio, no he recibido carta alguna de Nicanor Parra.
Una vez me invitaron a Estocolmo a un debate literario y propuse, precisamente, hacer la crítica del Premio Nobel. Ni León Tolstoi, ni Marcel Proust, ni Kafka, ni Joseph Conrad y Henry James, cuyos grandes años de creación, conocidos por todos los críticos y escritores que se respetaban, coincidieron con los comienzos de la institución sueca, obtuvieron el premio. Lo obtuvo, en cambio, don José Echegaray, entre muchos otros autores justamente olvidados. En realidad, ¿qué podían saber los miembros de la Academia Sueca de literatura en lengua española, en lengua portuguesa o japonesa? Cuando Ramón del Valle Inclán, que habría merecido el premio y que nunca fue, que yo sepa, ni siquiera mencionado, le escribió a un amigo que vivía en la calle de José Echegaray, escribió en el sobre: señor Fulano de Tal, calle del Viejo Imbécil número tanto. Lo extraordinario, comentaban después Valle Inclán y sus amigos, es que la carta llegó a su destino. ¡El cartero sabía!
La calle de José Echegaray todavía existe en el centro de Madrid. Se encuentra cerca de la Puerta del Sol, del viejo y hermoso restaurante Lhardy, de una tienda donde venden los mejores turrones del mundo y donde se forman largas colas de compradores en vísperas de las fiestas de fines de año. La historia de un premio puede, como podrá advertir el desocupado lector, llevarnos muy lejos.

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