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Concientes de nuestra pequeñez, nos conectamos con la verdadera grandeza...‏





Si hay algo que nos enseña
el misterio de la muerte
y el acontecimiento
de la Resurrección del Señor
es que deja en evidencia
nuestra pequeñez, nuestra fragilidad
y lo endebles que son todos
los constructos mentales,
todas las construcciones físicas
y todas las redes virtuales,
con que a veces pretendemos
fundar nuestras vidas pasajeras
a espaldas de la verdadera
grandeza, trascendencia y vida perenne.

Nos olvidamos que la laboriosa
y compleja trama que 
la llamada civilización ha levantado,
con sus filosofías, ideologías,
ciencias y tecnologías,
conforman más bien
un mosaico de contradicciones,
más que una visión coherente
y profunda del mundo.

Y no es de extrañar, sobre todo
como nos recuerda don Miguel de Unamuno:
'Cómo quieren que no me contradiga
si estoy buscando la verdad'.

El problema, tal vez en parte,
es que muchas veces pecamos 
de 'falta de ignorancia',
por exceso de información.

No hay tiempo para procesar tanto dato,
ni espacio para encontrar regularidades
en medio del caos informativo
que nos abruma e impide
jerarquizar, ponderar o proyectar
al futuro, algo de éste 
cuya trascendencia constituya
un destilado de sabiduría. 

Pecamos de soberbia
en que pagados de nosotros mismos
-enfermos de autoimportancia-
creemos que no necesitamos aprender más
y tampoco necesitamos a nadie 
por lo que nos enfrascamos
en discusiones eternas,
en que descalificamos de plano
y no aceptamos otros puntos de vista.

Sabemos de qué se trata todo,
conocemos las respuestas
y nadie nos va a venir
a enseñar nada,
porque venimos de vuelta
y conocemos el final del cuento
(o estamos por comprenderlo,
salvo algunos detalles).

Es por ello que ya 
no creemos necesario avanzar.

Podemos proyectarnos al futuro
y construimos cronogramas
sin preocuparnos mayormente
de que la evidencia muestre,
una y otra vez, 
cómo éstos han errado
sistemáticamente
en los sucesivos pasados.

Tanto conocimiento 
no nos ha hecho más sabios.

Nuestra gran carencia
en parte, tal vez no menor, 
está en la falta de humildad
que nos impide
un retorno a la inocencia;
volver a esa mirada pura,
sin malicia ni cálculo,
capaz de maravillarse
y asombrarse y, a la vez,
como regalo, nos permita 
tal vez encontrar
nuevos puntos de vista
que den espacio 
para lo verdaderamente
nuevo y bueno.

Esa paz de espíritu
que nos permita entablar
una conversación,
en algunas ocasiones
tranquila, gentil y reposada
fruto de la contemplación y la reflexión,
y en otras será  apasionada y apasionante,
sin necesariamente entrar 
en una polémica descalificadora, 
sino que nos podría ayudar
a encaminarnos, mediante
una esgrima argumental,
por recovecos intelectuales
y existenciales que nos lleven
a refinar nuestro pensamiento
y a cuestionar nuestros fundamentos.

A veces calificamos de dogmáticos
a personas que defienden principios,
como si la consecuencia fuese intransigencia.

Los principios pueden ser cuestionados,
pero si están bien fundados, llegarán 
los vientos huracanados o los torrentes,
pasarán los vociferantes y las amenazas 
y no serán arrasados, porque los cimientos
están enraizados firmemente a la roca viva.

La apertura y la flexibilidad
para abrirnos a otras visiones,
a otros puntos de vista,
a opiniones e incluso fundamentos
empíricos o metafísicos diversos,
no proviene de la claudicación o del miedo,
sino del reconocimiento implícito
que necesariamente nuestro conocimiento
es incompleto y muy probablemente
nuestro razonamiento sea defectuoso.

Por eso es que el debate, 
la exposición a la crítica
y argumentos consistentes
que explícitamente revelen
o dejen desguarnecidos
ciertos puntos de vista nuestros
no es en principio algo negativo, para nada,
por el contrario, son reveladores, tal vez, 
de prejuicios enquistados que tenemos
y que se encuentran agazapados 
disfrazados de convicciones.

El saber que estamos frente al misterio,
y al mismo tiempo que
hay ciertas certezas reveladas,
enormes, la más grande de todas: 
la Resurreción de Cristo,
son un camino para recorrer
y dialogar con nuestros contemporáneos,
no como dueños de la verdad,
sino como testigos de la Verdad,
que se ofrece y que no se impone
para comunicarla a todos
como la Buena Nueva
ocurrida en la plenitud de los tiempos
para todos los tiempos hasta la eternidad...


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