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La democracia contra sí misma‏

JOSÉ FRANCISCO GARCÍA, 

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La democracia contra sí misma


Uno de los momentos más bajos de nuestra nueva democracia post dictadura la tuvimos no sólo cuando el entonces Presidente del Senado permitió que, por la fuerza, estudiantes y otros se tomaran un salón de la Cámara Alta –en el marco de las protestas del movimiento estudiantil de 2011–, sino que el “problema educacional” se resolviera mediante un plebiscito (ello, además, se dijo, daría paso al uso del plebiscito para dirimir otros problemas de política pública). El Congreso simplemente carecía de legitimidad para resolver los problemas de la educación.
No sólo parlamentarios de izquierda se rindieron como infantes ante la propuesta de los jóvenes líderes estudiantiles, sino que algunos de la centroderecha la miraron con simpatía. Nuestra democracia representativa quedaba así a merced del movimiento estudiantil y las pulsiones de la calle.
Los líderes populistas y autoritarios de la región han usado la democracia plebiscitaria como un gran aliado para avanzar en sus programas “transformadores”. La tentación de utilizar la propaganda y el asistencialismo contra un largo y controversial camino en el Congreso –cuando no los tienen totalmente controlados– es alto. Lo anterior es una propuesta atractiva en los casos en que el prestigio de la política, como en el caso chileno, donde los parlamentarios y los partidos se encuentra en el suelo.
Es por ello que en momentos en que repensamos algunas reglas basales de nuestra arquitectura política, el volver a prestigiar la misma no sólo pareciera ser un objetivo crucial, sino que tener como epicentro el Congreso Nacional y los partidos políticos. Ello nos lleva a pensar en reformas que aumenten la transparencia, competencia, responsabilidad y rendición de cuentas de sus actores –y ello se está dando en el marco de las discusiones en torno a la ley de lobby, la ley de partidos políticos, la ley de gasto electoral, el cambio al sistema electoral, entre otros–, pero también, y con la misma intensidad, en fortalecer las atribuciones y capacidades institucionales del Congreso frente al Ejecutivo en una cancha que está grotescamente desnivelada en favor del segundo.
En materia de atribuciones, existe una larga lista de perfeccionamientos que hoy se discuten en el marco del debate constitucional en torno a los instrumentos del Congreso y el Ejecutivo en el proceso legislativo (urgencias, veto, delegaciones, etc.). Respecto de capacidades institucionales, podría pensarse en crear un cuerpo de asesores legislativos de nivel como también una oficina técnica de presupuesto propia, equivalente a la Dirección de Presupuestos de Hacienda.
Y es que bajo el actual régimen político chileno hiper-presidencial –que goza de una larga historia y de bastante transversalidad en el eje derecha-izquierda–, el Congreso carece de los incentivos para mostrar la más mínima solidaridad o responsabilidad con la función de gobierno de la cual queda, institucionalmente, excluido. Las posturas díscolas son una consecuencia de ello.
No tomar medidas a tiempo en esta materia no sólo es una conducta política miope, sino que aumenta, deliberadamente, el campo fértil para que a futuro –que esperemos jamás ocurra, pero que ni el famoso “excepcionalismo chileno” puede garantizarlo– el populismo presidencial decida transformarse en autoritario, pues no existirá contrapeso alguno para hacerle frente.

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