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Pequeña Biblioteca Nocturna por Jorge Edwards


Diario La Segunda, viernes 9 de mayo de 2014

En esta etapa de la vida,
lo único que me interesa en el mundo,
casi lo único, es leer y escribir.

Inserté el "casi" para no exagerar,
para ser fiel a la verdad.

Porque anoche, por ejemplo,
comí una hamburguesa sin pan,
bebí un par de copas de vino tinto
y tuve una conversación excelente,
con vista a una plaza
por donde pasaban mujeres bonitas.

¿Podría la vida ofrecer algo más?

A los veinte años
me habría comido la misma hamburguesa,
pero con un gran pan indigesto,
y las jóvenes en minifalda
me habrían perturbado en forma excesiva.

Digo esto después de leer,
entre la tarde de ayer, 
la noche y la mañana de hoy,
Pequeña biblioteca nocturna,
un libro de notas literarias
de Óscar Hahn.

Neruda comentaba
que a él no le gustaban
los libros sobre libros.

Lo decía a propósito 
del grueso volumen
que había dedicado
Amado Alonso al análisis
de Residencia en la tierra.

A mí hay muchos libros
sobre otros libros,
sobre lecturas,
sobre esas cosas,
que me gustan mucho.

Por ejemplo,
ensayos de Octavio Paz,
correspondencia 
en que Gustave Flaubert
habla de libros suyos y ajenos,
páginas sueltas 
de los autores más diversos.

Cuando Marcel Proust
escribe sobre Bergotte,
novelista ficticio, creación suya,
lo hace de manera inolvidable.

La muerte de Bergotte, que sobreviene 
después de mirar un cuadro de Vermeer
y de comprobar que ese solo cuadro
es superior a la obra literaria de toda su vida,
es una de las páginas maestras del siglo XX.

He pasado largas horas sumido en la lectura
de esas notas literarias de Óscar Hahn,
en esa pequeña biblioteca nocturna,
en esa música callada,
y me he sentido contagiado
por el tono de la prosa
y con ganas de volver a leer poesía.

He pensado en viejas lecturas
de Juan Ramón Jiménez, de T.S. Eliot, 
de Nada se escurre, de Enrique Lihn;
de Cortejo y Epinicio, de David Rosenmann Taub;
de La greda vasija, de Alberto Rubio.

Una vez traté de transmitir 
mis impresiones de lectura
de Vicente Huidobro
a un grupo de franceses.

Como no tenía traducciones
al alcance de la mano,
tuve que intentar
esas traducciones yo mismo.

Cometí errores de gramática,
pero la audiencia celebró
la calidad de mi Huidobro
en versión francesa.

¿Qué más se podría pedir?

Me podría dedicar, quizá,
a traducir esos tres primeros
libros chilenos a la lengua
de Jean-Arthur Rimbaud.

Sería un ejercicio singular,
divertido, aunque difícil,
y podría merecer
una nota en alguna parte.

A lo largo del libro de Hahn
hay una interesante defensa de la rima.

En alguna parte, Nicanor Parra
le dice a Enrique Lihn
que escribir sonetos es un error.

En lugar de escribir sonetos,
quevedianos, gongorinos,
hay que escribir décimas parrianas.

Observación de Óscar Hahn:
Sólo la mala poesía es un error.

En otra parte, un personaje del Chile literario
le dice al joven Hahn que no se pueden hacer 
versos rimados a esas alturas del siglo veinte.

Jorge Teillier, que se encuentra en la sala,
le contesta al personaje en cuestión.

Toda esa poesía rusa que te gusta tanto, le dice, 
la de Evtuchenko, la de Voznezensky, es rimada.
Lo que sucede es que la lees en malas traducciones.

En resumidas cuentas, Hahn y Teillier
son brillantes defensores de la rima.

Lihn, obstinado, enrevesado, independiente,
la usa, a pesar de los consejos contrarios de Parra.
Rosenmann y Rubio, por su lado, son rimadores eximios.

En consecuencia, las teorías no sirven para nada.
La rima, en cambio, todavía puede servir. Todo depende.

Las angustias de José Donoso, relatadas por Óscar Hahn,
son interesante, divertidas, perfectamente innecesarias.

Hahn conversa con Pepe en vísperas de una charla suya
en alguna universidad del Medio Oeste norteamericano.

Pepe acaba de recibir 
una lista de preguntas profesorales
y está desesperado.  

Las preguntas son del tenor siguiente:
¿Cuál cree usted que es 
el rol de los actuantes en Coronación?
¿Es usted partidario de utilizar 
paratextos autoriales en las novelas?

Pepe, con excelentes razones, 
no entendía una palabra,
pero en lugar 
de mandar al diablo 
a los preguntones,
sufría como condenado.

Una hija de Óscar 
se acordaba del Oso Pepe.

Jaime Laso Jarpa, 
que le ponía sobrenombres a todo el mundo,
mencionaba en sus cartas a Pepe Don Osso.

Eran años de cartas, de anécdotas,
de sobrenombres, de humor epistolar.

No tengo grandes quejas contra el internet,
que permite viajar con una biblioteca electrónica.

Y es probable 
que las nuevas generaciones
puedan hacer buenas bromas 
y contarse historias sabrosas
a través de eso que llaman la Web.

Pero a mí, las lecturas nocturnas,
los libros de papel y de tinta,
la música mozartiana,
me siguen llenando el gusto.

Me aseguran que vivo ahora
en una ciudad llena 
de librerías anticuarianas
y de encuadernadores maestros.

Me sobo las manos,
pero tengo miedo a la ruina.

Si no puedo leer todos los libros,
a diferencia de Mallarmé,
puedo consolarme leyendo
libros sobre libros
e impresiones poetas sobre poemas
y sobre sus diferentes formas, metros, rimas.

Son placeres superiores,
y tengo la impresión muy personal
de que la mayoría de ustedes se los pierden.

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