nocí a Fogwill en Montevideo, muy poco antes de su fallecimiento. Estaba pálido y se veía mayor de sus 69 años, pero no perdía el entusiasmo. Una noche hablé con él y me contó que durante un tiempo había estado a cargo de la publicidad de cerveza Paceña y que admiraba a Jaime Saenz. Tosía mucho y mencionó su enfisema, pero eso no le impidió seguir fumando. Al día siguiente dio una conferencia patética, en la que hizo lo que se esperaba de él atacando a todos. Era una parodia, una triste imitación de sí mismo. Poco después me acerqué a que me firmara un libro, pero él sólo le prestó atención a mi pareja, Liliana Colanzi; le regaló un ejemplar de los Cuentos completos, y cuando ella le dijo que ya tenía uno en casa, Fogwill respondió: “Regálaselo al boliviano” (ese era yo).
Recuerdo todo esto mientras leo Fogwill, una memoria coral(Mansalva), el excelente libro de testimonios preparado por Patricio Zunini, que recupera algo del fuego del “dandy malvado” de la literatura argentina. Zunini ha elegido hacerse invisible y edita y ordena los testimonios (Pauls, Chejfec, Shua, Gandolfo…) para armar un Fogwill posible, construyendo una trayectoria que va desde su aparición en la escena cultural porteña, a fines de los 70, hasta su muerte el 2010. A juzgar por el libro, Fogwill tenía en verdad, como escribió Daniel Link, “una inteligencia alienígena”, y era tan admirado como temido. Su paso de tres décadas por la literatura argentina lo consolidó como un escritor central, triunfante en la guerra diaria que libraba por armar un canon en el que su obra tuviera pleno sentido: fue uno de los primeros en hablar de Levrero, y apostó por escritores jóvenes que hoy son importantes (Sergio Bizzio, Daniel Guebel, Iosi Havilio…). “En la literatura argentina no hay nadie con la generosidad de Quique”, dice Daniel Tabarovsky, “porque la suya era una generosidad con poder”.
En plena época de la dictadura, Fogwill trabajaba en una agencia de publicidad en Buenos Aires, le daba duro a la cocaína delante de todos, cantaba ópera a voz en cuello y era conocido por sus juicios salvajes sobre otros escritores; Elvio Gandolfo dice que era agresivo pero “tenía algo de bufón, hasta de atleta: no había mala onda profunda”. Fogwill aparece en estas páginas como un ser complejo y contradictorio, que podía ser de izquierda y derecha a la vez (Daniel Molina dice que “le gustaba el autoritarismo de la izquierda que sirve para desenmascarar a los ricos y, por otro lado, le gustaba la represión de la derecha”). Era un francotirador y no se hizo de amigos cuando, al retorno de la democracia, criticó la política cultural de Alfonsín como continuadora del proceso militar; manejaba como pocos el arte de la provocación, y podía ser capaz del gesto iconoclasta de quedarse sólo con el apellido para convertirse en marca (“una operación de marketing llevada a la literatura”, dice Sergio Chejfec).
Fogwill vivía en departamentos sucios y desordenados; a veces tenía merca en los bigotes; su cultura era vasta y alcanzaba lo práctico (sabía de herramientas, lanchas, materiales para la construcción, “era un Google antes de Google”); estuvo en la cárcel durante un tiempo; prestaba manuscritos de sus novelas y los perdía (todavía no aparecen tres o cuatro); como lector, no tenía rivales y podía darse cuenta de cuándo a un poema le faltaba un verso; fue un célebre editor (en Tierra Baldía publicó, entre otros, a Osvaldo Lamborghini y Perlongher); siempre andaba mal de plata; adoraba a sus hijos; hay quienes creen que su muerte es un chiste y en cualquier momento, a la vuelta de la esquina, se van a encontrar con él. A juzgar por este libro, tienen razón: Fogwill no se ha ido.
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