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Ilustración deLiniers portada del The New Yorker‏


El extraño caso de Liniers
Josefina Licitra, desde Buenos Aires 
Retrato Patricio Ulloa
Diario El Mercurio, Sábado, 24 de mayo de 2014

Imágenes integradas 1

Es el primer dibujante argentino en hacer la portada de la prestigiosa revista The New Yorker y sus libros de historietas son un boom editorial que cautiva a lectores de la mano de un humor poético y melancólico. Un paseo por las vidas sencillas -y la mirada compleja- de un artista que inventó un universo, y que ahora se dedica a expandirlo. 
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Cuando era un niño. Cuando aún no había publicado diez libros, ni había hecho la portada del New Yorker, ni se había parado en escenarios a dibujar murales de 32 metros cuadrados. Cuando era un niño y no tenía su propia editorial, y su mundo era el que cabía en los libros y las películas de Chaplin. Cuando el futuro era esto: un lugar donde se entierra el pasado (entonces él, cuando era un niño, se decía a sí mismo "no tengo que olvidar este verano, ni esta hamaca, ni este viento"). Cuando era un niño; cuando era -mejor dicho- un varón metido en el tarrito de la infancia, la principal preocupación de Ricardo Liniers Siri consistía en demostrarle al prójimo -o a la gente que recién lo conocía- que no era un tarado.

-Siempre tenía la sensación de que si llegaba a un grupo de gente que no conocía, yo era un tarado hasta que demostrara lo contrario.

Así pasaron los años: tímidamente. Esforzadamente.

Mientras tanto, Ricardo Liniers Siri creció, se hizo dibujante, se transformó en Liniers.

Y Liniers transformó todo lo demás.

-Pero desde que hago historietas es más fácil. Cuando haces historietas, la gente dice "¡qué bueno!", y automáticamente salgo del lugar de tarado. El mundo es más amistoso desde que dibujo.

Ahora está sentado en su escritorio y sonríe.

-En algún momento salí del cascarón y mi conexión con el mundo fueron los dibujos. Los usé como un puente para vencer la barrera de la timidez.

Y sonríe.

-Creo que es algo psicológico, ¿no? Igual nunca lo investigué mucho. A ver si un psicoanalista descubre algo y se rompe la magia.

Y sonríe.

-Sería como cortarle el pelo a Sansón.

Y su sonrisa es la expresión de algo mucho menos eventual.

En Liniers, la sonrisa -un refucilo blanco, calcáreo- no es tanto un gesto como un manifiesto; un entramado que contiene un universo entero y en el que viven Liniers y su mujer y sus dos hijas, y las decenas de personajes que Liniers muestra en sus viñetas.

Los pingüinos, los duendes, el conejo, los planetas locos, el oso Madariaga, el gato Fellini, la niña Enriqueta, el perro Evaristo, el señor del banjo, la gente común, la aceituna solitaria, el mosquito Manuel, el bicho extraño, Lorenzo y Teresita, Origami boy, el misterioso hombre de negro, Villegas, Rivarola, Benítez, Salcedo, Zambrano, Manzini, Aguirre, Gutiérrez y la otra gente que anda por ahí; Kaufman, el artista conceptual; Reyes, el hombre sin concentración; Olga, el amigo imaginario; el doctor Bonete, político honesto; el señor que traduce los nombres de las películas; José Luis, el infeliz; Z-25, el robot sensible; todos.

Todos viven en la cabeza de Liniers.

Y la cabeza de Liniers es de tamaños normales, así que habrá que explicarlo de otro modo.

Surrealismo tierno

Hubo un principio. A los 10 años Liniers -descendiente del celebérrimo virrey del Río de la Plata- ya leía y dibujaba en cantidades importantes. Tenía amigos, pero además tenía una población en la cabeza. Julio Verne, Herman Melville, Charles Chaplin, J. D. Salinger y todos los demás mundos posibles le entraban por los ojos y le salían por la mano derecha. En quinto grado ya hacía sus propias historietas. Se entretenía con ellas.

Se defendía con ellas.

-Dibujar era una de las pocas cosas que yo sabía hacer. Porque después yo era mal alumno y jugaba mal al fútbol, tenía lo peor de los dos mundos: no levantaba minas y no pasaba los exámenes. Y todo eso me impulsó a juntarme a dibujar con dos o tres aparatos como yo, que estaban en mi misma situación. Yo era un desastre. Mi sistema de sobrevivencia del colegio era el de Zelig: era pararme contra una pared y que nadie se diera cuenta de que yo estaba ahí, dibujando.

Liniers dibujaba mucho. Con el paso de los años, además, mientras empezaba y abandonaba dos carreras (Derecho y Publicidad), entendió que había solo dos formas de trascender en el universo gráfico: había que dibujar genialmente, o había que dibujar en cantidades industriales. Liniers se quedó con la segunda opción. Que era, por otra parte -dice él-, la única opción posible. Así fue que en 1999 un editor del "No", el suplemento joven del diario argentino Página 12, le preguntó si tenía unos dibujos y Liniers le mandó 60 historietas: suficiente para cubrir un año entero. Así empezó su primera tira, que se llamó Bonjour y duró tres años. Luego de eso, y de la mano de su amiga Maitena, Liniers recaló en La Nación de Buenos Aires.

En ese entonces era el año 2002. El país estaba hundido en una crisis financiera y Liniers arrancó en La Nación con una tira llamada Macanudo, un término argentino que alude a la bonhomía y a cierto plácido estado de felicidad. Los lectores, en plena crisis, no la entendían. Los editores la miraban de costado. Lo inquietante de Macanudo -lo que la transformaba en una obra sinuosa- era que sus viñetas no tenían un "mensaje" evidente y que no siempre operaban -ni operan- a la manera de un chiste. A veces en las tiras de Liniers no hay remate; a veces solo se trata de un paseo melancólico y tierno por lo más tierno y melancólico que pueden tener las personas: su alma. O cualquier cosa que se le parezca.

Un hombre que descubre el poder místico del tai chi chuan. Una nena que termina el mejor libro de su vida. Un empleado de la Administración Federal de Impuestos a punto de perder la paciencia. Un oficinista que, de regreso a su casa, se pregunta si su oportunidad ya pasó. Esos son los personajes de Liniers: los que están a la sombra; los que ni siquiera necesitan luz.

-Creo que en mi trabajo hay una reacción ante la fascinación que existe frente a las celebridades de mala calidad. Nos hemos convencido de que son gente más importante. Y me entristece que haya gente que quiere ser eso. Entonces elijo otra cosa. Investigarme a mí mismo. A la gente que vive conmigo. A la gente que ves por la calle. Mirar al tipo que da un paso en un millón.

Una bailarina, un judío, un ruso, un turista, un musulmán, un neoyorquino. Todos están juntos, acaso unidos, acompañándose en la soledad anónima de un subterráneo. Esa es la portada que hizo para la revista The New Yorker. Ahora Liniers busca una libreta y muestra el dibujo original. Está hecho en tinta negra y permite ver la evolución que tuvo la ilustración a lo largo de un año, que es el lapso de tiempo que pasó entre la primera y la última versión. Todas las modificaciones fueron hechas en este escritorio y en esta casa: un departamento de estilo francés ubicado en Recoleta -uno de los barrios más elegantes de Buenos Aires- y lleno de ese aire neoyorquino que mezcla madera y libros y cierto atropello de objetos. Cada tanto entran al cuarto las dos hijas de Liniers: están disfrazadas de hada o de princesa, y piden cosas.

-A veces entran y les digo "papá está trabajando", pero me ven dibujando y piensan: "¿Trabajando? Yo hago lo mismo en mi cuarto, no me engañes" -dice Liniers a la vez que consuela a Matilda, su hija mayor, en crisis porque no la dejan ir al parque vestida de princesa.

Tanto ella como su hermana, Clementina, aparecen dibujadas en The Big Wet Baloon, el último libro de Liniers y el primero que el dibujante saca en Estados Unidos. La impresión y la distribución están a cargo de Toon Books, la editorial de Françoise Mouly, directora artística del New Yorker y esposa del ganador del premio Pulitzer Art Spiegelman, el autor de Maus, una novela gráfica autobiográfica sobre el nazismo.

Fue Mouly quien convocó a Liniers para que enviara ilustraciones para el New Yorker. Lo hizo luego de haber conocido la edición francesa de Macanudo y de haberse quedado entusiasmada con el estilo de Liniers. Lo que siguió fue un intercambio de un año que terminó con una frase: "Tu ilustración sale la semana próxima".

Liniers, dice, no entraba en su asombro. Aunque otros dibujantes, a diferencia de Liniers, encuentran que esta decisión es absolutamente lógica. Horacio Altuna, célebre historietista argentino, dice, por ejemplo, esto: "Liniers sorprendió y aún sorprende porque en el mundo de las tiras sus temáticas no son comunes. No conozco otras que tengan ese surrealismo tierno, muy sutil para abordar sentimientos, sensaciones y hasta la realidad, pero elaborada de manera muy distinta, insólita incluso. Que Liniers llegue a la portada de New Yorker tiene que ver con su originalidad, en primer lugar, y además con el olfato de esa revista para no perderse de descubrir o de estar en las nuevas tendencias. Me sorprendió, pero al mismo tiempo encontré que su presencia en la portada de esa revista emblemática era natural y lógica".

Bernardo Erlich, dibujante argentino que publica sus viñetas en El País de España, dice también esto: "Lo que creo que marca el sello en Liniers es el dibujo y el color. Esas acuarelas con las que pinta un universo propio y extendido de personajes entre bizarros y tiernos. Son como peluches visuales en tiras que tienen una atmósfera calma y relajada. Cuando vi la tapa que hizo para el New Yorker, lo primero que pensé fue 'chapeau, uno de los nuestros llegó a La Meca'; aplausos de pie. Admiré la naturalidad con la que su estilo encajaba en la portada de la revista; hablaba el lenguaje de la revista y al mismo tiempo hablaba el lenguaje de Liniers". 

"Esto es una estupidez"

Silencio. Eso es lo que tiene Liniers para decir. Y lo dice de modos como este: en una viñeta, hay un duende rojo y otro celeste. El gorro del celeste se alarga y crece, y crece. Y crece. Y luego baja. Y en el quinto cuadrito, el duende celeste, finalmente, le dice al rojo: "¿Te parece que con eso me alcanza para ir a la televisión?".

Por este tipo de expresiones, en un comienzo los lectores del diario La Nación se enojaban y le escribían a Liniers diciendo "esto es una estupidez".

-Es que el chiste con remate no me sale. Lo mío es mucho más simple que eso. Si me interesó una idea y me parece lo suficientemente extraña y no le encuentro un remate buenísimo, poner uno malo para que cumpla la regla de "cómo es un chiste" no me interesa. A mí siempre me gustó el cine, la literatura, y... qué se yo... Ves a Chaplin y te para un montón de veces en un lugar donde quieres reírte y llorar al mismo tiempo. Y esa emoción es fuertísima. Y leí su autobiografía y decía eso: si en algún momento le haces sentir a alguien esa sensación de felicidad y tristeza al mismo tiempo, esa tormenta emocional tan grande, esa persona te va a querer el resto de su vida. Lo conmoviste. Eso es lo que importa.

"Chaplin es algo... Es como Quino, como Bob Dylan, como John Lennon, como John Steinbeck: esa clase de gente de la que aprendí una moral y una manera de ver el mundo. En Chaplin, por ejemplo, no hay 'chimpún'. Hay una confianza en el espectador. Él cierra la historia en su cabeza, lo que incluye el riesgo de que a alguien no le guste lo que haces. O no lo entienda. Pero no me ofende".

-No estaría mal que te ofenda.

-Es que hay algo muy puntual con el arte y el entretenimiento: todo el mundo se siente, y me incluyo, con derecho a alabar y denostar según los gustos personales. Es algo dictatorial y superfacho que tenemos. Cuando te paras y dices: "Cristián Castro canta como un perro", está bien, es tu opinión, pero hay un montón de gente a la que le cabe Cristián Castro. Todos tenemos el pequeño dictador adentro y por algún motivo eso está aceptado en cuestiones culturales. Entonces me parece bien cuando la ligo yo.

-¿Ninguna crítica te molesta?

-Lo que quizás hasta hace un tiempo me molestaba un poco era sentir que tienes que estar revalidando el título todo el tiempo.

A lo largo de esos ocho años, Liniers hizo no solo historietas diarias. Publicó 10 libros que hoy se venden en buena parte de América y Europa; armó junto a Angie Erhart del Campo -su esposa, abogada y escritora- la editorial Común, con la que publica a dibujantes poco difundidos en América Latina; hizo el arte de tapa de cinco discos (entre ellos La lengua popular, de Andrés Calamaro); protagoniza Eléctrica una serie de televisión desopilante producida por la Universidad Tres de Febrero (que puede verse íntegra en la página http://un3.tv/episodios/electrica-01/) y vive haciendo giras con recitales junto a Kevin Johansen. Mientras Kevin canta, Liniers dibuja un mural de 32 metros cuadrados y hasta se anima a tocar la guitarra en algún tema. Algunos de esos shows fueron rescatados en un DVD que tiene, entre el material extra, la posibilidad de ver comprimido en un minuto -a alta velocidad- el trabajo que Liniers dibujó y pintó en dos horas.

-Cuando lo miraba, por un lado me gustaba, pero a la vez tenía una angustia terrible, porque en cámara rápida yo parecía una impresora. Me veía y pensaba: "Pobre pibe, qué necesidad de probarle a la gente que es bueno".

-¿Los artistas prolíficos son inseguros?

-Absolutamente. Mira a Calamaro, haciendo un disco de ochocientas canciones... Cualquier psicólogo diría: "Este tipo está tratando de decir 'miren todas las ideas que tengo". O sea: es un bicho raro el artista. Un bicho que navega entre la inseguridad y el ego.

Liniers sonríe: sus dientes son un relámpago que enciende cosas.

-Y entre esa inseguridad y ese ego, uno trata de decir: "¡Miren, dibujo bien!".

Entonces, a veces, dice Liniers, todos miran.


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