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El barrio Yungay‏



El zoológico vecinal
por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias,
Lunes 20 de marzo de 2006

He tenido suerte
de ser vecino del barrio Yungay
durante un tiempo considerable.

Para mí, la Quinta Normal
es el espacio transitable
más hermoso de Santiago,
pese a los constantes
ataques alcaldicios
que ha debido padecer.

A un costado de ella
en Matucana con Portales,
está el quetzal
de la plaza Guatemala,
un misterioso monumento
que me ha acompañado
en las malas y en las peores.

La misma avenida Portales
es un centro social que da gusto:
allí, los escolares, los mendigos,
los ancianos y los borrachos
habitan en perfecta armonía
y hasta se columpian juntos
o se tiran por los rascapotos.

Para quienes se cortan el pelo,
está la Peluquería Francesa
y, para quienes no se lo cortan,
también está ese lugar,
pues ahora tiene
un bar restaurante
que llena el alma tan bien
como vacía los bolsillos.

No conozco un barrio más abigarrado que éste
en términos raciales, económicos y culturales,
colorido que se amplifica
en atención a sus dimensiones gigantescas,
pero su mayor gracia no es su diversidad,
sino su capacidad de transformarse constantemente
sin dejar nunca de ser lo que es:
un lugar que no se avergüenza de sus miserias
y que no vanagloria de sus virtudes.

He visto peleas con sables
-no con cuchillos ni con cuchillones: con sables-
entre maleantes de la más baja ralea,
pero también he visto escenas
tan inverosímiles que da pena contarlas,
pues nadie me daría crédito si digo
que en Navidad el Viejo Pascuero
se aparece por los techos de por aquí
para lanzarles dulces a los niños,
o que en la Chichería del Huaso Carlos
es normal ver muchachos góticos,
estudiantes de antropología
y mecánicos automotrices
en compañía de prostitutas jubiladas,
vendedores de helados
o mendigos profesionales.

Escribo esto
porque me voy del barrio Yungay
por motivos familiares
y siento que me alejo
de lugares que quiero íntimamente.

Es seguro que los trabajosos
horrores de la mudanza
me han exagerado las ganas
de quedarme junto
al monumento del Roto Chileno,
pero de todos modos pienso
que era un privilegio
vivir en un barrio
que no se da ínfulas de nada
aunque tiene sobradas razones
para pavonearse de todo.

Me parece que la vida en este barrio
le da buenas cuotas de sentido a la ciudad,
irrigándola con los resabios
de un Santiago semirrural
que perdura en sus casas
y que se acopla con cierta dejadez,
negligencia o desprecio
en lo urbano moderno.

Lo anterior no sé por qué
me recuerda que en este barrio
no hay cosa más inútil
que los guardias de caseta.

Bueno, son útiles,
pero para cualquier oficio
que no sea su función original.

Una noche vi a uno de esos guardias
resolviendo un conflicto conyugal
que tiraba a pugilato.

La mujer alegaba que el hombre
se había ausentado del hogar
durante algunos días con sus noches
y que ahora llegaba muy orondo,
como si nada hubiese sucedido,
y borracho hasta el tuétano,
como si hubiese sucedido todo.

El hombre, por su parte,
con lengua traposa, pero concisa,
sólo reclamaba que ella tenía
evidentes deseos de masacrarlo.

Parado entre ambos cónyuges,
con los brazos abiertos en señal de pare,
el guardia escuchó pacientemente
y luego les dijo vaya uno a saber qué misa,
gracias a la cual Adán y Eva se fueron
de lo más amorosos para la casa

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