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El periodista García Márquez


Pese a su enorme éxito como escritor, el Nobel colombiano nunca dejó de lado el periodismo. Incluso creó una fundación que le dio forma al boom de cronistas de habla hispana e instituyó un premio que se ha convertido en el Pulitzer latinoamericano. Leila Guerriero, quien lo ganó en 2010, escribe aquí sobre el legado de Ga

Mejor decirlo desde el comienzo, ahora que los homenajes se multiplican y brotan por todas partes anécdotas personales y recuerdos sentidos: yo nunca estuve con García Márquez. Jamás lo crucé en una feria, ni en una cena, ni en un encuentro de escritores y, por tanto, no tomé ron a su lado, ni bailé con él, ni le pedí que me dedicara un libro, ni escuché sus réplicas ingeniosas. No tengo, con él, ningún recuerdo personal. Y, sin embargo, tengo la más personalísima de las relaciones: García Márquez fue -junto a Bradbury, Cortázar, Bioy Casares- uno de esos escritores que me inocularon, muy temprano, el veneno de la literatura. Aunque ahora prefiera de una manera radical otros procedimientos, otros estilos, otras tramas, aunque mi vida como lectora pase a años luz de toda aquella prosa desaforada, de todo ese desborde, no olvido el deslumbramiento que me produjo, a los 14 años, el arranque de Crónica de una muerte anunciada, con aquella frase -"El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo"-, que contenía el final de la novela, y que condicionaba una estructura implacable, para terminar con esa escena gore en la que Santiago Nasar, sosteniendo "el racimo de sus entrañas", tenía la delicadeza de sacudirse con la mano la tierra que le había quedado en las tripas, antes de caer al piso después de que lo tajearan como a un cerdo. Ni olvido, tampoco, el impacto desconcertante que me produjo, a los 10 años, el final de El coronel no tiene quien le escriba, cuando la mujer del coronel pregunta "Y mientras tanto qué comemos", y García Márquez escribe: "El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: -Mierda". Ni olvido, tampoco, el erizamiento que, a los 17, me produjo el final de El amor en los tiempos del cólera, que parece calcado del anterior (y que, sin embargo, es tan eficaz), cuando el capitán del barco en el que van y vuelven los dos enamorados viejos, impedidos de desembarcar por una epidemia de cólera, pregunta: "¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?", y entonces García Márquez escribe: "Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con noches. -Toda la vida -dijo". 

No sé por qué alguien siente la pulsión de escribir, pero sí sé que esa pulsión tiene su mejor síntoma -su más alarmante síntoma- cuando un lector -en vías de transformarse en escritor- lee y dice: "Alguna vez quiero escribir algo que le produzca, a alguien, una cosa parecida a la que me produce esto que ahora leo". Para decirlo corto, al leer algunas cosas de García Márquez cuando era chica, yo sentía, como un golpe en el pecho, el impacto de esa pulsión. Con eso ya sería suficiente. Pero, además, el hombre hizo otras cosas.

En un programa de televisión al que me invitaron el viernes 18 de abril, un día después de su muerte, el conductor me preguntó si García Márquez había sido, sobre todo, periodista. Y yo dije que no. Pero que tampoco todo lo contrario. Que no, porque nadie puede decir que alguien que publica un clásico instantáneo como Cien años de soledad sea, sobre todo, un escritor de no ficción. Pero tampoco todo lo contrario porque, a lo largo de su vida, el mismo García Márquez sostuvo que era, sobre todo, un periodista, y dio sobradas muestras de que lo decía en serio. 

Empezó a ejercer el oficio cuando tenía 20 años, en un periódico llamado El Universal, de Cartagena. Entró a esa redacción en un tiempo en que los periodistas se hacían a fuerza de prueba y error, al cobijo y bajo el azote de editores severos. Desde entonces y hasta su último emprendimiento periodístico, cuando en 1999 compró la revista colombiana Cambio, todos sus actos indicaron que para él el periodismo no era un ganapán, ni un oficio bastardo, sino una forma de la literatura.

Si se hace un paralelo entre su obra periodística y su obra de ficción, se ve que, por ejemplo, mientras trabajaba en El Espectador, de Bogotá, o era corresponsal de Prensa Latina, daba forma a libros como El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora, y que, aun después del éxito desmesurado de Cien años de soledad, siguió publicando artículos en El Tiempo, de Colombia, y El País, de España. A un año de la aparición de El amor en los tiempos del cólera, en 1985, publicó un libro de no ficción: Miguel Littin, clandestino en Chile. Y, cuando ya no necesitaba demostrarle a nadie lo que podía hacer, investigó y escribió Noticia de un secuestro, en 1996. Esa alternancia entre la literatura de ficción y el periodismo parece haber sido un flujo natural, el reflejo de una creencia profunda: fue uno de los pocos autores de su generación -otro, insoslayable, es Mario Vargas Llosa- que creyeron que el periodismo bien hecho podía llegar a ser un arte, y que actuaron en consecuencia, sin menospreciar el género una vez consagrados como novelistas.

Cuando ganó el Nobel, en 1982, convocó al argentino Tomás Eloy Martínez para hacer, con el dinero del premio, un periódico que iba a llamarse El Otro. El periódico nunca llegó a existir, pero sus ganas de montar un proyecto de ese tipo no cedieron. En 1992 formó parte, durante seis años, de QAP, un noticiero televisivo de mucho éxito en Colombia. Y finalmente, en 1994, creó la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Se dice fácil, pero eso nunca ha dejado de parecerme un gesto (político, artístico, ideológico) impresionante. Para entonces, hacía doce años que había ganado el Premio Nobel de Literatura y veintisiete que había escrito Cien años de soledad. Llevaba casi tres décadas en el centro del ring, con el cinto de campeón bien ajustado a la cintura y las dos manos en alto, recibiendo todo tipo de honores como escritor de ficción y como creador de un género literario, el realismo mágico. Yo sospecho que si a un lector de entonces le hubieran pedido que mencionara alguna obra de García Márquez, no habría mencionado Relato de un náufrago o sus Textos costeños, que son apenas parte de su muy sólida obra periodística. Y, sin embargo, ese hombre decidió apoyar un proyecto destinado a gente que vive de contar historias reales para estimular "las vocaciones, la ética y la buena narración en el periodismo".

La FNPI tiene sede en Cartagena y, desde 1995, cuando se dictó el primer taller de crónica a cargo de Alma Guillermoprieto, ha trabajado, de diversas formas, en torno a ese mandato. Desde entonces, en talleres que se dictan en distintas ciudades de América Latina, una decena de periodistas jóvenes, guiados por un colega de fuste, comparten una semana durante la que se discute, se reportea y se escribe, siempre bajo la idea de que la mejor noticia no es la que se da primero, sino la que se da mejor, como escribió, famosamente, García Márquez en un discurso llamado "El mejor oficio del mundo", que leyó en Los Angeles en 1996. En esos talleres, miles de periodistas se vieron las caras por primera vez, hicieron proyectos y empezaron a reconocerse como parte de un magma continental, ya no como chispazos aislados.

Hace un par de años, Jaime Abello Banfi, director de la FNPI, contaba que, revisando entrevistas realizadas a García Márquez a lo largo de toda su vida, había encontrado frases como "La crónica es la novela de la realidad", o "Aprendí a escribir cuentos escribiendo crónicas y reportajes" o "El periodismo me ayudó a escribir". "Él lo tenía muy claro -decía Abello- y si hay alguien que fue asertivo en decir: 'Hay que trabajar la crónica, esto es lo que vale la pena, esta es la vida', fue García Márquez. Y la Fundación nació con ese mandato clarísimo, de trabajar la crónica y el reportaje".

Hoy, el panorama de la crónica en habla hispana no es idílico, pero tampoco el peor de todos los posibles. Aunque es difícil medir las réplicas y los efectos que ha tenido en él la existencia de la Fundación, pueden repasarse algunos datos. El premio que otorga la FNPI -primero llamado Cemex-Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, reeditado en 2013 bajo el nombre de Gabriel García Márquez-, se transformó en uno de los más prestigiosos y mejor dotados del oficio. En los últimos años, casi todas las casas editoriales tienen, en alguno de sus sellos, una colección de crónicas, y algunos emprendimientos editoriales surgieron con el propósito específico de publicar solo no ficción, como Libros del KO, en España. Varias revistas del continente -Gatopardo, El Malpensante, Etiqueta Negra, Soho, Anfibia, en su momento Orsai y El puercoespín-, cultivan, con mejor o peor suerte, el género. Para las nuevas generaciones, los referentes del oficio ya no son solo Tom Wolfe o Truman Capote, sino también -quizás sobre todo- periodistas de habla hispana, muchos de los cuales han sido sus maestros en talleres de la Fundación: Alma Guillermoprieto, Martín Caparrós, Juan Villoro, Tomás Eloy Martínez, Alberto Salcedo Ramos. Hay una incipiente tarea de reedición y revaloración de cronistas de generaciones anteriores -como sucede con Chávez Nogales o Julio Camba en España-, y los nombres de periodistas norteamericanos como Gay Talese, Janet Malcom o Joan Didion, emblemáticos del género pero no tan evidentes como Capote o Wolfe, resultan más familiares para muchos gracias a las -todavía escasas- traducciones al español de los últimos años. No solo, pero también gracias a los encuentros periódicos de cronistas propiciados por la Fundación (el último de ellos, realizado en octubre de 2012 en Ciudad de México, reunió a 92 periodistas, la inmensa mayoría latinoamericanos), hay cierta conciencia, entre las nuevas generaciones, de formar parte de una tradición antigua, que arranca con los cronistas de Indias, pasa por José Martí, Roberto Arlt, Rodolfo Walsh, y continúa en Pedro Lemebel o María Moreno.

Es difícil pensar el estado de la no ficción en América Latina sin tener en cuenta ese gesto de García Márquez que, veinte años atrás, decidió crear esta fundación para periodistas cuando, con todo su nombre, con todo su poder, pudo haber hecho otra cosa: un festival de cine, un premio de cuento o de novela. O nada.

¿Puede decirse que todo esto -las revistas de crónicas, las editoriales y sus colecciones, etcétera- sucede ahora porque, en 1994, un hombre, sabiendo lo que hacía, marcó un círculo de fuego en torno al periodismo y dijo: "Esto es lo que hay que hacer"? Claro que no. Pero tampoco todo lo contrario.

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