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«Si me dejaran llevar todo lo que extraño, no tendría a dónde regresar...»‏

El tiempo perdido

Diario El Mercurio, Martes 09 de septiembre de 2014



Ana ha regresado una vez más. Ambos crecimos a pocas cuadras de distancia, aunque recién nos percatamos el uno del otro casi a los trece años. Ella era una adolescente de mirada ensimismada, y yo no pude dejar de enamorarme perdidamente, como se enamora uno a los catorce años. Nos hicimos íntimos amigos, que es la forma que toman los amores juveniles no correspondidos. Poco tiempo antes de conocernos, su padre conoció a una mujer colombiana, y se fue con ella a vivir a Medellín. Por tanto, cuando comenzamos a frecuentarnos, en su casa se vivía un drama familiar. Es difícil saber qué une a las personas, pero en nuestro caso creo que ese suceso fue el detonante de una amistad que aunque yo quise convertir en otra cosa, ella mantuvo -por suerte- solo en eso.

Durante esos años escuchamos mucha música y hablamos de muchas cosas. Creo que nunca se recuperó del abandono de su padre, y ese fantasma la persiguió siempre. Caminábamos por horas por un Santiago que, visto desde hoy, parece desconocido y nos preguntábamos esas cosas que uno solo se pregunta cuando aún no se ha perdido completamente la inocencia. Poco tiempo después de que yo entrara a la escuela de periodismo, ella se decantó por teatro y entonces, inevitablemente, nos fuimos alejando y acercándonos cada vez más a otros grupos, a otros amigos que se iban formando. Uno de esos días en que nos volvimos a ver me dijo que se iría del país. No tenía un plan o quizás su plan era justamente ese, viajar a Madrid para ver qué plan le salía. Con el egoísmo propio de quien teme perder a alguien querido, intenté disuadirla, aunque secretamente admiraba su determinación, ese coraje del que yo carecía.

Fue así como Ana desapareció físicamente de mi vida para convertirse en algo más fuerte que una presencia; y en los albores de las comunicaciones electrónicas, iniciamos una larguísima relación epistolar. Nos enviábamos cigarros, postales, revistas y cualquier cosa que a ella la acercara aquí y a mí allá. Luego de un tiempo dejó Madrid y se instaló por una corta temporada en Barcelona, para finalmente trasladarse a Francia. Allí se enamoró y desenamoró varias veces, tuvo una hija y algunos trabajos que le gustaron. Fui a verla en algunas ocasiones, y ella volvió otras más, solo para constatar que la ciudad donde crecimos había desaparecido. En rigor, nosotros -o los que fuimos en aquella época- también habíamos desaparecido.

En uno de esos almuerzos interminables que organizábamos para ponernos al día le pregunté por sus nostalgias, por las cosas que extrañaba de cada lugar donde vivió, y entonces, casi sin pensarlo, me dijo: "si me dejaran llevar todo lo que extraño, no tendría a dónde regresar", y una vez más me sentí el chico de catorce años que mira embobado a la chica de sus sueños. Hoy la espero nuevamente. Ana ha regresado una vez más.

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