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Días plomos


por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 6 de mayo de 2014

Los primeros días grises y helados del año
producen siempre un reajuste anímico general.

Macerados por meses y meses 
de calor y sequedad y luminosidad,
reaccionamos con un leve desconcierto
cuando al abrir los ojos nos damos cuenta
de que nos han cambiado las circunstancias y el paisaje.

Allá afuera hay una extraña nitidez
y una llovizna ploma que nos recuerda
algo que no alcanzamos a precisar,
algo vivido o imaginado, algo infantil y remoto.

Algo que tiene que ver 
con los juegos de las plazas vacías,
con las luces tempranamente encendidas,
con la soledad de algunas calles de árboles abovedados.

La atmósfera invernal 
nos pone en la esfera de la intimidad,
por lo cual para algunas personas resulta intolerable.

"Días ideales para quedarse en casita",
decía una periodista de televisión
como comentario al informe metereológico.

Este "quedarse en casita" encubre
una experiencia más profunda
que la que manifiesta
la aparente frivolidad de la frase.

Se trata del anhelo 
de volver a ser protegidos 
de la hostilidad del mundo:
del frío, de la lluvia,
de las filtraciones, de la oscuridad.

Pertenecer a un nido familiar,
de cálidos y mullidos afectos,
de languidecentes conversaciones nocturnas
escuchadas en el umbral del sueño.

Es posible que si 
nuestros padres no nos propiciaron 
ese trance favorable cuando niños, 
el invierno sólo puede vivirse
con un significado: abandono.

Durante una época de mi vida
fantasié con obtener un trabajo
que me ocupara solamente
la mitad calurosa del año.

Mis vacaciones durarían
por lo menos cinco meses,
todo el otoño y el invierno.

Era una fantasía poderosa, neurótica.

Semejante período de asueto
me permitiría tomar precauciones,
adoptar una actitud emocional
adecuada ante los días fríos.

Me imaginaba largos paseos en auto
por caminos dorados de hojas arremolinadas,
largas tardes de contemplación
tras los vidrios empañados,
lapsos no menos largos
entregados a las revelaciones
de la duermevela junto al fuego.

La intimidad tendría esas tonalidades:
el ocre y el negro de las viejas maderas,
el oxidado del fuego, el gris azulado
del cielo en las ventanas.

Hay una edad en que uno se consagra
a ese tipo de ideas fijas.

Me parece que corresponde
a la etapa en que se descubre
y se cultiva la tristeza.

Claro, cuando joven 
ya no quería que nadie
me viniera a sacar de mi tristeza,
ya que era mi forma de darle
una perspectiva a un mundo
que normalmente se me aparecía
en forma unidimensional.

Lo anterior no tiene nada que ver
con la inhabitable depresión,
donde las emociones son desalojadas.

Hay algo de genuina revelación
en la tristeza juvenil, cuya música
de fondo podría ser el adagio
de la Sonata en Re menor, de Bach

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