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Educación y deseducación por Jorge Edwards


Diario La Segunda, viernes 4 de julio de 2014
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Sigo de cerca el debate chileno 
sobre la reforma a la educación.

 Comprendo que hay 
muchas cosas que no se dicen 
y que se dan por dichas o por sabidas. 

A veces no consigo entender 
el fondo de las cuestiones 
y me digo que todos 
tenemos derecho a entender, 
a comparar, a poder juzgar. 

Aunque seamos chilenos 
que pasan buena parte 
del tiempo fuera de Chile. 

No es tan difícil explicar un asunto 
cuando no se tiene la intención 
de pasar gato por liebre. 

Pero sospecho que aquí 
hay gatos por liebre y liebres por gato, 
aparte de una buena cantidad de gatos encerrados.

Las ciudades grandes, históricas, 
desarrolladas facilitan procesos 
de educación permanente. 

Encierran enseñanzas 
en cada piedra, en cada barrio. 

Nosotros en Chile 
no deberíamos olvidar 
por ningún motivo que la cultura 
es parte esencial de la educación, 
que no hay educación sin cultura, y viceversa. 

Me dicen que 
el Parque Forestal de Santiago 
está en desastroso estado. 

Mi experiencia de vida, de aprendizaje, 
de visión de la naturaleza, del hombre, 
de las sociedades humanas estuvo ligada 
profundamente a los senderos del Forestal, 
al edificio del museo y de la antigua 
Escuela de Bellas Artes, al paseo paralelo al río, 
a la estatua de Rubén Darío y al ángel caído 
de Rebeca Matte, a todas esas cosas. 

El mal estado del parque sólo se puede explicar, 
en último término, por una cuestión de cultura. 

El parque es un espacio público, 
le pertenece a todos, no sólo 
a los dueños de las casas vecinas. 

Pues bien, por eso mismo, 
en su condición de espacio abierto 
que forma parte de la ciudad, 
debe ser cuidado, protegido, 
preservado de basura, 
de malos olores, de ruidos destemplados. 

Lo contrario es un acto 
de desprecio al público, 
a la gente, a los ciudadanos de a pie. 

Es una forma de deseducación pública.

Si se hiciera con el Parque del Retiro, aquí en Madrid, 
lo que hacemos nosotros con el sufrido Parque Forestal, 
habría una protesta colectiva y los alcaldes perderían sus cargos. 

Con la derecha o con la izquierda, 
con socialistas o populares. 

Asisto al Teatro Real 
para ver una versión actual, 
de vanguardia, de la ópera de Offenbach 
inspirada en los cuentos de E.T.A. Hoffman. 

Ya mencioné los valores pedagógicos 
de las ciudades modernas, 
sus permanentes propuestas educativas. 

Conocí la misma obra de Offenbach 
hace alrededor de 30 años, 
en una versión de la Ópera de Berlín. 

Todo transcurría en un mundo 
de sueño romántico, de fantasía pura. 

Habría que saber 
que los primeros críticos europeos 
que utilizaron la expresión “realismo mágico” 
fueron alemanes de fines del siglo XIX 
y comienzos del veinte. 

Nosotros, en América Latina, 
hemos inventado una que otra cosa, 
pero menos de lo que creemos.

La versión que vi un sábado en la tarde, 
firmada por los señores 
Sylvain Cambreling y Christoph Marthaler, 
carecía de formas oníricas, soñadas, 
decadentes, por decirlo de algún modo. 

Era dura, áspera, antiséptica. 

En lugar de transcurrir 
en una atmósfera de realismo mágico, 
tenía lugar en una mezcla de escuela, 
taller de pintura, farmacia, sala de disección. 

Un personaje desarrapado vendía ojos en las calles, 
como los vendedores sin documentación 
de las calles del tercer mundo. 

Alguien a mi lado creía 
que eran ojos de cristal, 
pero en el cuento 
“El hombre de arena”, de Hoffman, 
el cuco, el terror de los niños 
era un sujeto siniestro 
que llegaba con un saco 
a sacarles los ojos 
para venderlos por las calles.

La muñeca con movimiento humano 
fabricada por el físico Spalanzani, 
personaje equivalente al Frankenstein 
de la escritora inglesa Mary Shelley, 
Copelia en algunas versiones, Olimpia en otras, 
sale aquí de un tubo de uso clínico 
llevado por su siniestro inventor en delantal blanco. 

El invento no ha funcionado demasiado bien. 

Es el producto de una época 
que ha aprendido a desconfiar de la técnica. 

La muñeca de aquí, por consiguiente, 
no es la bella Copelia de los ballets clásicos. 

Es un ser deforme, que camina con dificultad, 
que canta con voz poderosa, pero algo chillona.

Conversé con personas de cultura 
que habían quedado francamente molestas 
con esta versión de la ópera de Offenbach. 

Era un desafío al público 
y en alguna medida una agresión. 

El aire clínico general, 
las mesas de acero, 
las trampas en el escenario, 
hacían contraste con modelos desnudas 
que se sucedían frente a caballetes de pintores. 

Mi sensación personal 
era de exceso de elementos, 
de relato atiborrado, 
desarmado, mal diseñado. 

Pero había voces magníficas, 
momentos de musicalidad extraordinaria. 

Y había mezclas de danza, 
de acrobacia, de proezas escénicas. 

La poesía de la historia 
estaba suplantada 
por la ciencia y la técnica; 
el sueño por la visión matemática. 

Había seres misteriosos, 
casi siempre femeninos, 
que caminaban por el escenario 
sin motivo aparente. 

La discusión posterior, con los amigos, 
con los entendidos y los casi entendidos, 
fue divertida e instructiva. 

Era parte del proceso de instrucción permanente 
a través de la ciudad, de los espectáculos, 
de los parques y los museos.

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