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Del poder y La Momia o la voz “para callado…” FERNANDO VILLEGAS




El acuerdo político respecto de la reforma tributaria ha sido, más allá y por encima de su contenido técnico y de los cambios particulares que han sido tratados, una verdadera lección concentrada de lo que es el poder y las luchas de poder, clase magistral digna de un texto de ciencias políticas. También lo fue, pero por la razón contraria, su inanidad, un grafiti algo más legible de lo habitual que por largo tiempo estuvo expuesto en la fachada de una universidad situada en calle Dieciocho. Proclamaba, con grandilocuencia,“el problema es el poder”. Dicha frase estuvo revelando por semanas la ingenuidad en tono solemne que gustan los autores de esos emplastos ideológicos, su predisposición a confundir el pensamiento con el eslogan y su creencia de que haber leído un folleto inspirado en Gramsci enseña el ABC del asunto. De paso, dicho rayado mostró la lenidad de las autoridades de ese establecimiento, las cuales se tomaron una eternidad para borrarlo y no permitir que su “uni” siguiera apareciendo como otra trajinada caja de resonancia del movimiento estudiantil. Similar temor y obsecuencia con los niños se ha visto en todas partes.
Frases como esas se escriben con la mayor seriedad y gravedad en infinitas paredes del país. Aparecen también en postes, en pasillos y en la puerta de los retretes. Posiblemente, muchos de sus perpetradores imaginan estar siguiendo las aguas de los chicos del año 69, quienes tapizaron los muros de París con consignas que parecían interesantes, pero luego, con los años, mostraron su irremediable necedad. Entonces y ahora se ha hecho notorio que, en tanto cuerpo “movilizado”, los estudiantes no tienen idea acerca de la naturaleza del poder.
Este rayado santiaguino lo confesaba en su formulación misma: para ellos sigue siendo “un problema” no resuelto y/o sólo han creído hacerlo como creería resolver una ecuación quien escribiera en el pizarrón “Abajo las matemáticas”.
Sabores
Pero no sólo los jóvenes han vivido en la ilusión dimanada del estrépito y el cantinfleo. Chile está repleto de adultos que le prestan crédito. Ha sido necesario que se celebrara un acuerdo político, todo un clásico de arreglo a puertas cerradas, para que a algunos se les revele una verdad hasta ahora semioculta por efecto de la mojiganga comunicacional y el clamor de las convocatorias. Y es esta: el poder no es especie de igualitario caldo de hospital donde los diversos actores puedan meter la cuchara y sacar porciones mayores o menores de lo mismo, sino un guiso complejo que viene en varios sabores y sólo unas pocas gargantas pueden fagocitar los más fuertes.
Esa jerarquía del poder y la relación inversamente proporcional que existe entre la apariencia y sustancia de sus niveles es un hecho brutal de la sociología política, aunque ofuscado por las escenografías que dramatizan la vida de la sociedad. Una de estas últimas es el carareado poder “de la calle”más capaz de derribar semáforos y ministros que de erigir estructuras. Su fenomenología no puede ir más lejos. Tiene capacidad para convocar gente, causar alarma pública, interrumpir el tránsito y darle tres minutos al noticiero nocturno, pero pronto llega hasta un límite más allá del cual rebota automáticamente hacia su casilla de partida.
Pese a eso, las concurrencias masivas siguen hipnotizando a organizadores y espectadores; siguen creyendo que están frente a grandes agentes históricos suficientes por sí mismos para impulsar las agendas. Como Foreman frente a Ali en esa famosa pelea en Africa, aún suponen que es cosa de perseverar golpeando interminablemente el mismo sitio para obtener un K.O. Los engaña el solo hecho numérico del gentío, con su impresión de fuerza. Ebrios con la sensación de protagonizar una épica, los heroicos luchadores imaginan estar copando el espacio histórico cuando sólo copan un espacio físico. Es un espejismo resultante de tanto verse cine hollywoodense, donde siempre las luchas sociales aparecen asociadas a una turba de gente agitando hachas, antorchas y escaleras para asaltar el castillo de Frankenstein.
En un nivel con más caldo y un par de huesos está el poder de los dirigentes de partidos, activistas de provincia, autoridades locales, las burocracias estatales y la innumerable y bulliciosa horda de los diputados, quienes, sabiéndose fiscalizados por una instancia superior, suelen darse el gusto de votar cualquier cosa, en bloque, sin pensar, sin leer los proyectos, sin examinar nada, por enteras bancadas o cardúmenes y mirando para la galería a fin de satisfacer a sus clientelas. Saben que en su cámara no se juega gran cosa, hecho revelado contundentemente por el nivel senatorial, donde efectivamente se corta el queque porque ahí es donde se consideran y pesan los factores de la lógica institucional y económica del sistema, que es el centro impersonal donde realmente radica el poder. Guste o no, el poder se encuentra en el nivel de los “poderes fácticos”, del entramado institucional, en los sitios donde sin proclamas ni farándula callejera se deciden las inversiones y se mueve el dinero. Sólo si estos entramados están ya rotos por efecto de una quiebra del Estado (Francia, 1789) o por los desastres de una guerra (Rusia, 1917) puede la mera fuerza “partidaria-política” hacerse cargo del negocio.
La reforma a la reforma
Es precisamente eso lo que está detrás del acuerdo relativo a la reforma tributaria. En la mesa donde se discutió no se hizo otra cosa sino lo que necesariamente tenía que hacerse: se oyó y consideró -“para callado”- la voz de dichos poderes contantes y sonantes, se calcularon los efectos que hubiera tenido contrariarlos frontalmente y se entendió que la fuerza de aquellos no depende de decisiones subjetivas y políticas, sino de los vectores de la lógica del sistema. Se hizo presente la poderosa verdad de que no puede hacerse una reforma que hiere demasiado el bolsillo de Don Dinero y, al mismo tiempo, asumir que dicho caballero seguirá invirtiendo y trabajando como todos los días; tampoco se puede seguir adelante contra dicho caballero porque eso entraña perder el apoyo de la ciudadanía, pues una cosa es charlatanear de los “cambios”, otra es verse sin pega. Por eso sólo durante crisis terminales y ruinas ya manifiestas se hacen posibles esos atrevidos pasos “profundos”.
¿Nueva Minoría?
Pero, mientras tanto, ¿qué hará aquella fracción de la NM que considera o considerará dicho arreglo como una traición, un paso atrás, una claudicación ante las élites de siempre?¿Cuántos son y qué poder tienen? ¿Se sumarán a ese círculo de enfurecidos protestantes los jóvenes congresales arribados al Olimpo a lomos de los estudiantes? ¿Patalearán Navarro y el señor presidente del PPD? ¿Apelarán a “la calle”?
Parece que sí. El PC ya anunció su disgusto. En el PS vacilan y refunfuñan. Difícil determinar por adelantado las próximas movidas, pero serán tumultuosas. La calle tiene, ya se ha dicho, un poder estructuralmente limitado, pero dentro de su espacio puede hacer ruido. Y la NM tiene sensibilidad para eso. Se deja impresionar por sus propios fantasmas. Ha predicado la “explosión social” y cree firmemente en ella. Como Abbott y Costello en La momia, puede salir en estampida a la vista de su propio reflejo. Está por verse si predominarán los “moderados” o los “radicales”.

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