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¿Es una obra maestra "Cien años de soledad"?‏


La novela más universal de García Márquez:
¿Es una obra maestra "Cien años de soledad"?
por Arturo Fontaine Talavera
Diario El Mercurio, Artes & Letras
Domingo 20 de abril de 2014

El domingo 28 de abril de 1968 
Alone, el crítico chileno, 
dedicó su comentario semanal en "El Mercurio" 
a "Cien años de soledad" 
que había aparecido 
algunos meses antes, en 1967, 
y había agotado ya tres ediciones.

"Muchos años después, 
frente al pelotón de fusilamiento, 
el coronel Aureliano Buendía 
había de recordar aquella tarde remota 
en que su padre lo llevó a conocer el hielo". 

Así comienza este "relato compacto", dice Alone, 
"juntando en una misma frase un pretérito desconocido, 
después de un presente incógnito 
y frente a un futuro que más tarde se recordará". 

Alone celebra la "impresión inmediata 
de soberana soltura que produce esa frase inicial...". 

Y más adelante afirma: 
"Realista hasta la crudeza minuciosa, 
a ratos mágico, inverosímil, 
siempre claro y sólido, 
el relato acumula en orden 
tal cantidad de hechos y dichos, 
de personas y de dramas, 
historias, anécdotas, 
episodios e intrigas 
que casi no se diría 
una novela sino un almacén, 
un tesoro de materiales novelescos 
alternados, vivos y fantásticos, 
de un interés que no decae 
y que se recorre apasionadamente, 
como un proceso de creación a la vista... 

Todo eso, 
hombres, animales, 
casos, cosas, casas, 
empujado por igual torbellino, 
de principio a fin, unos tras otros, 
verídicos o inventados, 
termina formando una masa 
que acaso sea 
la imagen de la humanidad: 
polvo, ceniza y nada".

Con todo, concluye: 
"No le falta sino un no se sabe qué... 
para ser llamada una obra maestra". 

Antes dice que uno va 
de acontecimiento en acontecimiento 
"lleno de vehemente curiosidad"... 
"pero sin que nada, en el fondo, le importe, 
como si se tratara de un espectáculo o de un juego"... 

Hay un no se qué 
"de distante, de ajeno, 
aun se diría de exterior e inútil"... 
Alone habla de una "fundamental carencia", 
"de una serenidad impasible", 
de "la actitud del creador... que no se inmuta por nada". 

"Diríase una fuerza de la naturaleza. Pero le falta el alma".

¿Tuvo razón Alone?

No sé quién haya hecho una crítica 
más aguda a "Cien años de soledad". 

¿Pero tiene razón Alone? 

Lo impresionante 
es que el propio García Márquez 
reconoce esta imperturbabilidad del narrador 
como un rasgo esencial de su novela. 

"Me contaba (mi abuela) 
las cosas más atroces sin conmoverse 
como si fuera una cosa que acababa de ver. 

Descubrí que 
esa manera imperturbable 
y esa riqueza de imágenes 
era lo que más contribuía 
a la verosimilitud de sus historias. 

Usando el mismo método de mi abuela, 
escribí 'Cien años de soledad'", 
comentaba el escritor 
a Plinio Apuleyo de Mendoza, 
en el libro El Olor de la Guayaba.

El relato 
de "las cosas más atroces sin conmoverse" 
es, entonces, según el propio García Márquez 
una característica esencial de la construcción de su novela. 

La atroz matanza 
de tres mil trabajadores en la estación, 
que cargaron en un tren de doscientos vagones 
y arrojaron al mar, es un ejemplo. 

Se impone la versión oficial: no existió. 

Salvo Aureliano y un tal Gabriel 
-cuya sigilosa novia, Mercedes, 
es hija de un boticario 
y consigue irse a París, 
donde escribe de noche 
en el cuarto en el que murió Rocamadour- 
parece que nadie cree en ella. 

Lo sorprendente 
no es que las autoridades responsables 
quieran borrar lo ocurrido, 
sino que el pequeño y lejano pueblo de Macondo 
no sea afectado por esa tremenda matanza. 

No hay viudas, no hay novias, 
no hay hermanos ni hermanas, 
no hay hijos que padezcan esas muertes. 

No hay verdadero dolor ni duelo. 

En eso Alone intuyó algo real. 

La vida sigue como si nada.

Puesto en otros términos: 
en Macondo no hay lugar 
para la verdadera tragedia. 

La muerte y el horror 
están vistos desde fuera de ellas. 

No es el ángulo subjetivo 
de Henry James o Proust 
o incluso Faulkner o Rulfo. 

O, para mencionar escritores más cercanos, 
de Carver y Naipaul, autores en los que hay 
un sufrimiento espeso y concentrado. 

La tragedia exige espacios cerrados 
y una trama basada en unos pocos protagonistas. 

Kafka, por ejemplo, crea esos espacios confinados.

"Mi problema no fue imitar a Faulkner, 
sino destruirlo", ha dicho García Márquez. 

"Su influencia me tenía jodido". 

Los personajes de Faulkner 
-solitarios, arcaicos, 
condenados por su pasado- 
tienden a encerrarse. 

"Cien años de soledad" 
está llena de personajes 
que se encierran 
en una pieza, en una casa. 

Pero en Faulkner 
el pasado es una herida siempre abierta 
y los personajes no pueden escapar de él. 

El tono -y por consiguiente 
el mundo de Faulkner- 
es mucho más sombrío 
que el de García Márquez.

La muerte de Amaranta Úrsula

La tragedia es posible 
si vemos el mundo desde Edipo. 

Pero si nos alejamos, Edipo 
es reemplazado por Creonte 
que tendrá su ciclo y también su tragedia 
-la muerte de su hija Antígona 
que causará además la muerte 
de su hijo y de su mujer-. 

La historia de la estirpe 
al alargarse en el tiempo 
y llenarse de episodios disímiles 
hace que cada una 
de esas tragedias pierda presión. 

Pero "La Guerra y la Paz" 
-"la mejor novela que se ha escrito", 
a juicio de García Márquez, es episódica, 
no es propiamente una tragedia, 
pero hay en ella dolores hondos. 

Lo que pasa es que el narrador tolstoyano 
habita en el interior del mundo íntimo 
de sus muchos y variados personajes. 

García Márquez, en cambio, 
se sitúa en el punto de vista de la especie, 
de la estirpe que perdura idéntica a sí misma 
a través de las generaciones 
que nacen, viven y mueren. 

"Pues la historia de la familia 
era un engranaje de repeticiones irreparables, 
una rueda giratoria que hubiera seguido 
dando vueltas hasta la eternidad, 
de no haber sido por el desgaste progresivo del eje" 
("Cien Años de Soledad", pág. 334).

De hecho, cuando García Márquez 
ha querido narrar el dolor a secas 
ha recurrido a la no ficción. 

Esto es muy sintomático. 
Y lo ha hecho con maestría. 
Ahí está su libro "Noticia de un secuestro".

Proust escribió páginas extraordinarias 
contando la muerte de la abuela. 

Hay esperanza y suspenso hasta el último minuto. 

La ternura del protagonista de la novela, 
su amor real por esa vieja y el sufrimiento 
que le causa el que sea arrancada de la vida 
sacuden y siguen sacudiendo en el recuerdo. 

La extrañeza y violencia de la muerte, 
su misterio se plantan delante nuestro con ferocidad. 

La muerte de Úrsula, 
la gran abuela de "Cien años de soledad", 
está narrada completamente en otra cuerda. 

Su muerte es lenta y pacífica. 

La vieja se ha transformado 
antes de morir en un juguete de los niños.

"Parecía una anciana recién nacida. 

Amaranta Úrsula y Aureliano 
la llevaban y la traían por el dormitorio, 
la acostaban en el altar para ver 
que era apenas más grande que el Niño Dios, 
y una tarde la escondieron en el armario del granero 
donde pudieron comérsela las ratas. 

Un domingo de ramos 
entraron al dormitorio 
mientras Fernanda estaba en misa, 
y cargaron a Úrsula por la nuca y los tobillos.

-Pobre tatarabuelita 
-dijo Amaranta Úrsula-, 
se nos murió de vieja.

-Úrsula se sobresaltó.

-¡Estoy viva! -dijo.

-Ya ves -dijo Amaranta. Úrsula, 
reprimiendo la risa-, ya ni siquiera respira.

-¡Estoy hablando! -gritó Úrsula.

-Ni siquiera habla -dijo Aureliano-. 

Se murió como un grillito.

Entonces Úrsula se rindió a la evidencia. 

"Dios mío", exclamó en voz baja. 
"De modo que esto es la muerte". 

"Inició una oración interminable, 
atropellada, profunda, 
que se prolongó por más de dos días...". 

Y, sin embargo, no había muerto todavía, 
pues "amaneció muerta el jueves santo". 

Y "Poca gente asistió al entierro, 
en parte porque no eran muchos 
quienes se acordaban de ella, 
y en parte porque ese mediodía 
hubo tanto calor que los pájaros desorientados 
se estrellaban como perdigones contra las paredes 
y rompían las mallas metálicas de las ventanas 
para morirse en los dormitorios. 
Al principio se creyó que eran una peste...". 

El torrente de sucesos continúa sin pausa. 

El narrador no alcanza ni siquiera 
a poner un punto aparte. 

Pues ahora se viene la historia de los pájaros 
y aparece un engendro de mujer y macho cabrío, en fin... 
("Cien años de soledad", págs. 290-291).

Sin embargo, 
este modo de morir de Úrsula 
expresa inmejorablemente 
la concepción que subyace a la novela. 

"Macondo, más que un lugar en el mundo, 
es un estado de ánimo", ha dicho García Márquez. 

Ese estado de ánimo tiñe todo lo que ocurre en el libro. 

La muerte de Úrsula es tan gradual 
que resulta esperable y natural. 

A diferencia de la abuela 
de "En busca del tiempo perdido", 
mucho antes de morir ya Úrsula
no pertenece realmente al mundo de los vivos. 

Su muerte, entonces, no es un drama. 

En el relato de su final 
se mezclan la lejanía, el cariño y el humor. 

¿No es esta otra manera de experimentar 
la muerte tan real y verdadera como la de Proust?

Lo que encantó 
y sigue encantando 
de "Cien años de soledad" 
es la fuerza y exuberancia de la vida. 

El lenguaje de la novela, cerca del arcaísmo, 
sugiere algo antiguo, pero sin artificios, 
y siempre tiene gracia y sabor. 

La frase es flexible, rotunda, veloz, convincente, 
natural, pero nunca antes vista, nunca antes escrita. 

Su estilo exagerado y a la vez concreto, es contagioso. 

Las imágenes y comparaciones tienen verdadera poesía. 

Para García Márquez la novela 
es "una transposición poética de la realidad". 

Se lee en "Cien años de soledad": 

"La atmósfera era tan húmeda 
que los peces hubieran podido 
entrar por las puertas y salir por las ventanas, 
navegando en el aire de los aposentos". 

El lector lee como hipnotizado 
y va de maravilla en maravilla 
sumido en una belleza inaudita. 

El narrador quiere a sus personajes, 
simpatiza con ellos  -incluso 
con los más extremados y estrafalarios- 
y en el fondo los redime. 

Son personajes únicos 
que jamás habían estado en un libro. 

Y esa fuerza y esa exuberancia, 
esa inconmovible fe en la vida, 
son posibles gracias a una mirada 
en la que el asombro de la poesía 
convive con lo remoto y en 
la que "el espejismo de la nostalgia" 
se impregna de humor. 

Esa distancia de lo remoto 
es una condición sin la cual 
no se crean las maravillas 
que sorprenden en cada página 
abigarrada de rápidos sucesos. 

Toda obra de arte, 
incluso una obra maestra, 
se debe a sus limitaciones. 

Todo lo que existe, 
existe en virtud de su forma, 
pensaba Aristóteles, 
y eso es plenamente válido 
en el mundo del arte. 

Y toda forma es delimitación. 

José Donoso hablaba del sacrificio 
que supone toda buena novela.

En Hollywood se dice 
que la fórmula de la comedia 
es tragedia + tiempo. 

La abuela que muere para Proust 
es un ser muy, muy cercano. 

Úrsula para sus tataranietos 
es un ser incomparablemente más remoto, 
lo que hace posible un humor tierno. 

En la novela se repite a menudo la palabra "nostalgia": 

"El coronel Aureliano Buendía 
llegó en una mula embarrada. 

Estaba sin afeitar, más atormentado 
por el dolor de los golondrinos 
que por el inmenso fracaso de sus sueños, 
pues había llegado al término de toda esperanza, 
más allá de la gloria y de la nostalgia de la gloria" 
("Cien años de soledad", pág. 154). 

En las hazañas épicas del coronel 
se entrecruzan el heroísmo, 
el fracaso reiterado, la grandeza, 
el absurdo y la nostalgia. 

Pero el narrador 
no se fía demasiado de la nostalgia 
y la matiza con el humor, 
un humor poético 
que en cierto modo nos devuelve 
a una nostalgia aportillada, 
eso sí, por un leve y alegre escepticismo.

La vida redime a la vida. 

La tragedia es superada por ese río. 

Muere Úrsula y los pájaros se estrellan contra los muros 
y aparece un engendro de mujer y macho cabrío 
al que capturan y lo cuelgan de los tobillos 
en un almendro de la plaza hasta que se seca. 

El narrador está siempre del lado de la estirpe, del gozo vital. 

No sé en qué escritor 
esa capacidad de gozar la vida 
se dé con mayor intensidad. 

Los individuos pasan y la estirpe continúa. 

Hasta que la cadena se corta 
por el incesto de los parientes que se aman: 

"... los amantes solitarios 
navegaban contra la corriente 
de aquellos tiempos de postrimerías, 
tiempos impenitentes y aciagos, 
que se desgastaban en el empeño inútil 
de hacerlos derivar hacia 
el desierto del desencanto y el olvido", 
pero conscientes de esa amenaza 
"pasaron los últimos meses tomados de la mano, 
terminando con amores de lealtad 
el hijo empezado con desafueros de fornicación" 
("Cien años de soledad"). 

Lo que pone fin a la larga familia 
es el aislamiento, el encierro. 

El incesto involuntario 
ejemplifica esa soledad, 
una soledad que lleva cien años.

Cuando el último de los Buendía logra, 
por fin, descifrar los manuscritos de Melquíades, 
comprende que vaticinaban todo lo que ocurrió 
y se salta páginas precipitadamente y trata de adivinar, 
entonces, cuál será el final y justo cuando lo lee, llega. 

Hay algo de la emoción que provoca el Aleph. 
Y algo del Génesis: la palabra crea el mundo. 

Macondo, se leyó en la primera página 
a la que uno ya quiere volver para que Macondo 
vuelva a existir, estaba "a la orilla de un río 
de aguas diáfanas que se precipitaban 
por un lecho de piedras pulidas, 
blancas y enormes como huevos prehistóricos. 

El mundo era tan reciente, 
que muchas cosas carecían de nombre, 
y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo"...

Después de todo, una obra maestra. 
Una de las más grandes de la lengua.

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