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Se ha muerto un hombre













































































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Es probable que esto no les interese, pero el 2 de diciembre de 2013 se ha muerto un hombre. No se informaron las causas de su muerte. Solo se sabe eso: que se murió. Yo lo conocí poco, lo vi tres veces. Me daba un miedo hermoso, uno de esos miedos reverenciales que se sienten ante alguien a quien uno admira mucho: alguien a quien se accede en absoluta desigualdad de condiciones. Estaba hechizada por la toxicidad de su talento, que no se parecía a ningún otro talento que yo hubiera conocido, hecho de una cáscara oscura y, a la vez, galáctica y descomunal. No sé cómo lo descubrí, no me acuerdo, pero siento que estuvo desde siempre. Lo fui a ver a sitios llamados Cemento, Parakultural, Mediomundo varieté, iglesias en las que en los primeros años de la democracia argentina, en los ochenta, se celebraba eso que a veces tenía forma de performance, otras de obra de teatro, otras de disparate rabioso, y que se llamó, hasta el abuso y la deformación, "under". Ahí, en esos lugares húmedos y sórdidos, ese hombre, ese vórtice incandescente, empezó a dejarme marca. En Cemento, en el Parakultural, en Mediomundo, lo vi hacer de Isadora Huevo I e Isadora Huevo II, interpretar a la boliviana Zulema Ríos de Mamani, testigo de la luz carismática del pájaro chogüí y profesora de danzas regionales en el círculo boliviano. Actuaba como si quisiera que el mundo perdiera la respiración. En años en los que el mundo parecía un ojo seco recorrido por un viento enfermo, ese hombre nos coronó con una euforia que podía parecerse al desastre pero que, en todo caso, era un desastre iluminado. Nadie parecía más roto que él, nadie parecía más herido, y, sin embargo, nadie parecía tan potente, tan sólido, tan seguro, tan bestial. Verlo -actuando o no- era ver a una persona entera: a un ser completo. A un hombre. 

En 1991 interpretó a Polonio en Hamlet, y desde la crítica se levantó un murmullo azorado: ¿del under venía esa exquisitez, esa delicia? ¿Ese hombre que actuaba vestido de mujer en las cuevas porteñas del under se trepaba a los teatros de prestigio y hacía Shakespeare? Él siempre supo que eso era posible. Pero no era eso lo que buscaba. Ni eso, ni otra cosa: no buscaba nada y lo buscaba todo y quería, desesperadamente creo, no necesitar. Lo premiaron, lo aplaudieron, lo subieron a las cumbres del prestigio. Él se reía un poco de esas cosas. La elegancia de la promiscuidad estaba en su naturaleza: interpretaba a Hitler en Mein Kampf (una farsa), de George Tabori, y hacía un espectáculo llamado La Carancha en Ave Porco, y Almuerzo en casa de Ludwig W., y televisión con un cómico popularísimo llamado Antonio Gasalla, y actuaba en La niña santa, de Lucrecia Martel. Ya no quedaban premios para darle, ya no le quedaban cosas por hacer y, sin embargo, no era un actor popular: era demasiado insondable, su sonrisa de bestia apenas tranquilizada transmitía demasiado peligro. Yo, que jamás voy al teatro, iba a ver todo lo que hacía. Vi, incluso, Rey Lear, en una puesta que duró cuatro horas y en la que él estaba alucinado y fabuloso, con ese rey pálido y putrefacto revolviéndose dentro suyo. 

Tenía ojos plenos como soles negros, la piel muy tersa y blanca, dientes hermosos. Cuando sonreía, siempre de costado, se le hacía una muesca en la mejilla. Era un ángel inverso, un mamut: un ser hermoso y extinto, cuya contemplación producía encantamiento. Uno podía imaginarlo con la potencia y los gustos sexuales de un fauno, pero también con los de un monje: pudo haber sido un sátiro o ejercer la castidad resquebrajada de un inmolado virgen. Verlo actuar era como ver cobrar vida a un mascarón de proa. Su talento era la fosa de las Marianas: un sitio insondable del que podían salir formas de vida únicas, y solo él sabía qué era lo que podía salir. Una vez me contó que había hecho un test vocacional con un hombre que le dijo que tenía que tener cuidado con la gente bruta y tosca: "El tipo me dijo 'vos sos como un reloj muy fino, tenés que cuidar el engranaje, que esté limpito'. Me dijo que me cuidara de la cosa burda de la vida, que era un ser muy fino, como un mecanismo que hay que cuidar. Creo que tenía razón. Yo era una mezcla de mucha sensibilidad y temperamento, más una visión irónica de las cosas, más una gotitas de oporto". Su furia hizo que sobreviviéramos a la furia de nuestros propios corazones. Ahora está muerto. Se llamaba Alejandro Urdapilleta. ¿Qué puede hacerse? Nada. Solo decir, qué cosa triste, que ha muerto un hombre. 

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