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Un ruido que cala los nervios por Roberto Merino


Una de las claves para sobrevivir anímicamente 
en la ciudad está en la palabra aceptación.

Los que hemos optado por anclar nuestra existencia 
en las aglomeraciones urbanas tendríamos que tolerar 
una cuota de molestias en compensación
por los beneficios y las libertades de las que disfrutamos.

Así como otros conviven con el ruido permanente del mar,
nosotros lo hacemos con el de autos, música ajena, 
sirenas, alarmas pegadas,  voceos, taladros 
y eventuales helicópteros merodeando en el cielo.

Incluso los ladridos de los perros citadinos no son tan desagradables
cuando se escuchan a distancia, en la noche, en medio del sueño.

Hay un ruido, eso sí, cuya legitimidad 
está en duda para mí: el de las motos.

Uno de los coletazos del Transantiago 
que jamás ha podido remediarse
fue el incremento de las motos, 
lo que en términos acústicos ha sido una calamidad.

A veces, en mitad del silencio nocturno 
(entre las dos y las seis de la madrugada)
escuchamos a algunos de estos 
aparatos espantosos aproximarse a diez cuadras.

Es un sonido que cala los nervios, 
sensación que se incrementa
en la medida en que el conductor acelera. 

Ya sabemos: cuando el motorista 
pase bajo nuestra ventana estaremos crispados,
saturado el cuerpo por las emanaciones químicas 
asociadas a la ira.

Luego seguiremos escuchando al infeliz 
alejarse durante otras diez cuadras,
y es muy probable que cuando 
su tronadura desaparezca
nos quedemos con insomnio, 
girando en la incómoda certidumbre
de que nos han privado 
de aquello con lo que estábamos soñando.

Ay de aquel cuyo sueño, 
en tales circunstancias,
fuera una escena de amor casi real,
un idilio armado con toda la retórica 
del romanticismo y de la pasión amorosa.

Su rabia será triple, 
su frustración lo volverá por un momento
un animal asesino, asediado, perplejo.

Qué dolor primitivo 
el de perder esa mujer onírica,
de ondulado pelo rubio oscuro,
encantadora y enamorada como Circe,
para volver de sopetón a una realidad
donde no hay más compañía
que la de la sombra del follaje
proyectada en los muros de la pieza
por los focos de la calle.

Todo por culpa de un motorista orondo,
dueño de un vehículo chino de muy menor cuantía.

En fin, es la vida nomás.

Hace dos mil años Marco Aurelio nos advertía:
cada día hay que prepararse para enfrentar
a un inoportuno, a un grosero, a un petulante.

Recordamos malamente sus palabras
cada vez que enfrentamos
un incordio cotidiano protagonizado por el prójimo,
gente igual a nosotros, 
con los mismos derechos ciudadanos,
pero cuya conducta difiere cualitativamente
de la que nos empeñamos en mantener:
la veterana que avanza a codazos en el metro,
el vejestorio represor de niños
-inventor de leyes sacadas de la manga-
en plazas y zonas de degustación de supermercados,
la telefonista de radiotaxis que niega enfáticamente
que hayamos solicitado el "móvil"
que nos ha plantado a la siete de la mañana.

El consuelo radica en la certeza
de que también veremos personas agradables,
divertidas y que por último podremos ver
pasar por Providencia a niñas preciosas
que no se sabe de dónde salen
y que en el verano se multiplican como malezas.

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