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Apariciones y desapariciones por Roberto Merino


Entre las muchas intuiciones luminosas de Montaigne hay una que podemos corroborar todos los días en nuestros desplazamientos urbanos, ya sean azarosos o rutinarios, a saber, que uno es un sujeto cambiante en un mundo cambiante. Quizás en Santiago, por la tendencia a la tábula rasa que ha padecido siempre, se extremen un poco las cosas. Para la mayoría de sus habitantes, la ciudad de su infancia ya no es la misma no sólo porque al crecer cambian las perspectivas y el espesor emocional de la gente, sino porque el paisaje se ha ido modificando inopinadamente de forma radical.
A veces me cuesta mucho determinar qué había en tal esquina, en tal calle, lugares que alguna vez fueron significativos, casi áureos. La memoria, en tales casos, pareciera entrar en una trampa o en un espejismo. ¿Qué había junto al cinerama Santa Lucía, que por cierto ya no existe? ¿Estaba ahí el viejo edificio de la FECh o era un poco más al oriente, hacia el lado de Carmen? Tan desagradable como la sensación de perderse en un barrio desconocido es la de perderse en los cruces del espacio y del tiempo. Cuando no puedo fijar bien en la memoria un lugar de mi vida pasada no me queda más que sacudir la idea y continuar la marcha. La otra posibilidad es caer en la obsesión, ir a internet, buscar viejas fotos, planos, guías de teléfonos y sumergirse en la búsqueda ociosa hasta quedar tranquilo.
Tal como hay zonas enteras que desaparecen, la misteriosa dinámica de la ciudad nos brinda también el fenómeno contrario: apariciones. Lo digo recordando una crónica de Cristián Huneeus en que contaba que después de comprarse un ilang-ilang comenzó a ver "por primera vez" este árbol en jardines frente a los que pasaba habitualmente. Y lo digo por una experiencia que acabo de tener, relacionada también con árboles: en un pequeño macetero con unas mechas de orégano que hay en la terraza de mi departamento (cuarto piso) brotaron dos ramitas con hojas dentadas, muy dignas y alegres. Miré hacia la calle tratando de determinar cómo llegaron y, claro, a cuarenta metros se veían dos árboles con idénticas hojas, y nunca los había visto. Me dijeron que eran fresnos, que las semillas las esparcía el viento.
Revisando textos de Joaquín Edwards Bello uno se da cuenta de que antiguos edificios santiaguinos que a nosotros nos parecían bellísimos eran mal recibidos por el escritor, ya que detectaba en ellos el espíritu de la ostentación y de la siutiquería. Da lo mismo ahora, porque tampoco existen, pero el hecho demuestra que los adefesios se transforman como el patito feo con el simple excipiente del tiempo.
Así sucede con el edificio que conocimos sucesivamente como Unctad, Gabriela Mistral y Diego Portales. En 1972 mucha gente alegaba por su monstruosidad ("mejor se lo dan a la Compañía de Cervecerías Unidas", decía una anciana). Pues bien. Visitando el lugar uno de estos anocheceres de lunas gigantescas, me pareció que el recinto era conmovedor en sus dimensiones, en su concepto de fondo, en sus placas oxidadas, en su modernidad datada. Para mí ha vuelto a aparecer como un fantasma bastante feliz.

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