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Soportando el peso de un pasado que se revela ingrávido...la ciudad, como nosotros mismos que no podemos reconocer...‏


Ganadora del Oscar 2014 a Mejor Filme Extranjero
"La grande bellezza", de Paolo Sorrentino: el pasado en las espaldas

por Christian Ramírez
Diario El Mercurio, Artes y Letras, domingo 5 de mayo de 2014 

Por mucho que el hábito de agregar secuelas, crear trilogías o reinventar las sagas se haya convertido en moneda común del actual negocio cinematográfico, las películas aún son universos cerrados y autocontenidos. Se separan de nosotros apenas el filme se termina, listas para convertirse en artículo para el recuerdo o el archivo; su sobrevida y eventual mistificación dependen en exclusiva de la pasión o de la curiosidad de espectadores que, generación tras generación, los revisitan, los olvidan y los redescubren, reviviendo el lazo que los ata no solo a sus respectivas historias, sino a otro tiempo y a otro espacio.

Uno que rara vez puede recapturarse.

Quizás es por eso la extraña sensación que despierta, desde el primer minuto, "La grande bellezza". Impecable ganadora del Oscar a Mejor Cinta Extranjera, no se trata ni de una secuela ni del reboot (una franquicia que se está relanzando) de un producto anterior, pero es evidente que la cinta habita un universo conocido: la Roma que Federico Fellini concibió por primera vez en "La dolce vita" (1960), una ciudad fílmica que ha sido recreada muchas veces -tanto en clave de homenaje como de parodia-, pero que nunca había revivido con este nivel de compromiso y descaro, nunca con esta energía y voluntad.

De hecho, el director Paolo Sorrentino y su equipo ni siquiera se molestan en cambiar la premisa de dicha producción. Simplemente la extienden. Como si el inquieto Marcello Rubini (Marcello Mastroianni, en el filme original) hubiera sobrevivido a las alegres y tóxicas comparsas de sus treinta años y se encarnara en la piel de Jep Gambardella, convertido a sus 65 en legendario reportero de la Ciudad Eterna; criatura nocturna que flota durante el día y exprime al máximo las noches, en fiestas, reuniones sociales, escapadas y correrías; recorriendo bulevares, arrabales, terrazas y palacios; publicando historias exclusivas y guardándose otras tantas, inconfesables; largamente olvidado está su deseo de recuperar la inocencia perdida, ese que Fellini y Mastroianni alcanzaban a divisar al final de su película, solo para darle la espalda.

A su manera, Jep realizó las fantasías literarias de Marcello y hace décadas publicó un libro: una novela tan breve como perfecta, éxito de ventas, alabada por la crítica, y que, sin embargo, nunca fue sucedida por otras. Aunque él no parece atormentado. Al contrario: desde el comienzo del relato -que parte con una desenfrenada fiesta, cómo si no-, se lo intuye tan plácido y adormecido en su pellejo como Marcello en el suyo. Convertido, más que en un personaje, en un arquetipo; en un símbolo de una ciudad en cuya naturaleza no cabe la posibilidad de darse un momento y observarse a sí misma. De contemplarse. De parar.

El efecto de tiempo perpetuo, de incansable repetición, se redobla por la audacia con que los realizadores recrean y se apoderan del "estilo Fellini". Todo parece estar en su lugar: hipnóticos movimientos de cámara, teatral sentido de la iluminación, manifiesta morbidez a la hora de retratar cuerpos y gestos, e inagotable imaginación a la hora de filmar los rostros. Y qué rostros. Desde los días de "Y la nave va" (1983) -cuando Fellini fantaseaba con la idea de recrear un Titanic personal- que no se veían en pantalla ojos, bocas y narices en combinaciones como estas, tipos humanos que -más que actores- son máscaras vivientes. Eso sí, con un perverso agregado: si en los días de Federico esos estrambóticos atributos los otorgaba y los quitaba Natura, "La grande bellezza" incorpora y hace suyo el reinado del bótox y la silicona en todas sus configuraciones y aplicaciones. En el mundo de Jep nadie se salva de pasar por la aguja del esteticista. En su intento por conservar su esplendor y permanecer "en su mejor momento", todos acaban con una cuota de material sintético encima. Plastificados.

No solo ellos, también la ciudad.

Y quizás esa sea la idea más interesante del filme: en sus largos paseos nocturnos por Roma -Gambardella siempre parece acabarlos cuando el sol raya en el cielo-, la ciudad emerge inmaculada y casi de postal. Nuestro héroe habita un alucinante departamento de larga terraza frente al Coliseo y posee amigos que le abren las puertas de recónditos y bellísimos palacetes, lugares donde mirarse cara a cara con enormes mármoles de la era romana o con la mismísima "Fornarina" -el legendario retrato que Rafael Sanzio hizo de Margherita Luti, su amante, y que Jep contempla en uno de los momentos más bellos y privados del filme. Todo ello puede ser panorama de una noche cualquiera. Enfundada en el manto aterciopelado de la noche e iluminada como teatro de ópera, la ciudad se exhibe tan inmortal como perfecta. Libre de las devastaciones del tiempo y el olvido, de los apuros y el tedio del día laboral, que Jep evita como si fuesen veneno. Las tomas diurnas, donde la verdadera Roma, la que se derrumba y se levanta día tras día, debería exhibir su deslavada cara, semejan por el contrario un prolongado ensueño, como si el personaje se condujera a través del día en virtual inconciencia y entregado plenamente a sus obsesiones y encadenado a sus recuerdos.

Es en ese punto que Jep Gambardella nos deja de interesar como presunto doble del pobre Marcello de "La dolce vita", y comienza a evocar a otro soñador, quizás el más intenso y poderoso creado por Fellini: Guido Anselmi, el reluctante director de cine de "8 ½" (1963). Encarnado otra vez por Mastroianni, Guido es presa a tal grado de sus obsesiones y fantasmas personales, que la película nunca se ocupa por establecer qué es realidad y qué es fantasía, y desde el comienzo las expone sin descanso y con total abandono, como si su vida (la real y la soñada) fuera terreno libre para sembrar y también para arrasar.

Jep circula del mismo modo, episodio tras episodio, en el filme: primero declarándose en control de sus pasiones, confesando que a su edad no hay que perder momento alguno en situaciones incómodas, figurándose enamorado, y luego dándose cuenta de que sus únicas emociones perdurables, las únicas a las que puede echar mano, se predican en pasado, en medio de fantasmas. No es el único. Más temprano que tarde, uno se da cuenta de que esta película apasionada de sí misma viene cargada, repleta, de sujetos -de espectros- que buscan recuperar el instante que se les escapó de las manos, la historia que quedó atrás, la ciudad que tan tiernamente les tendió los brazos y que ahora -tal como ellos mismos frente al espejo- no pueden reconocer.

Ni las ruinas se libran. Encarnadas por los magníficos bustos de mármol que habitan el filme como virtuales coprotagonistas (y que evocan a Rosellini), esos romanos hoy olvidados -ciudadanos, funcionarios, militares, pater y mater familias- lucen suspendidos en el aire, tal como Jep. Soportando en sus espaldas el peso de un pasado que se revela tan ingrávido, tan intemporal como ellos.


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Yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles
como pompas de jabón.

Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse...

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