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Cuando el olvido se adelanta a la voluntad y hace su aseo impecable...‏


por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Martes 06 de mayo de 2014

Un orden perdido

"El olvido se ha adelantado a mi voluntad y ha hecho un aseo implacable, un ordenamiento previo de lo que no necesité recordar por años y que, sin embargo, hoy no se resigna y persiste..."


La mañana del sábado, harto del desorden que se apilaba en una de las piezas de mi casa, decidí -luego de postergarlo tantas veces- botar a la basura decenas de cosas inservibles que se fueron acumulando en esos rincones. Todas esas cosas que alguna vez tuvieron una razón de ser en mi vida, hoy purgaban una existencia oscura y húmeda en el baño más pequeño del lugar que habito, arrumbadas dentro de cajas de plástico. Con singular vehemencia, como un soldado que ha salido de la trinchera y corre hacia el enemigo convencido de aniquilarlo, entro armado de varias bolsas donde sacaré a los occisos. A poco andar me doy cuenta de que mi basura -o lo que alguna vez consideré que era- se divide en dos: tecnológica (grandes cantidades de cables, enchufes, adaptadores, audífonos viejos) y de escritorio. De la primera casi no hay selección, asumo que todo lo que está ahí es porque ya no tiene uso y, con la frialdad de un asesino en serie, lleno un par de bolsas con ella, lo cual me deja con una sensación de victoria que pronto sabré efímera.

Convencido de que esta labor era más fácil de lo que creía, comienzo con los papeles, libretas de notas, trozos de diario y demás objetos similares. Pero esa basura, a diferencia de la otra, no es muda, sino que parece albergar claves de años pasados, historias escondidas en objetos. Inmediatamente encuentro boletas o documentos relacionados con antiguos trabajos, lo cual me transporta hasta diez o quince años atrás, cuando comenzaba a trabajar y a volverme independiente, recordando a personas que alguna vez formaron parte de mi cotidianeidad y que ahora han desaparecido de mi vida. ¿Qué habrá pasado con esa gente? ¿Qué será de aquella recepcionista que una mañana llegó destrozada porque el pololo de toda la vida la dejó? ¿O de aquella diseñadora con la que salí y que desapareció misteriosamente, como si la tierra se la hubiese tragado? ¿O ese par de gemelos maléficos que trabajaban en una editorial y que parecían concebidos para ser detestados? Junto a esos papeles encuentro otros aún más perturbadores, postales que nunca envié, cajitas de lata compradas en algún mercadillo en las que aún sobreviven antiguas cartas escritas por mujeres que creí eternas, inolvidables; libretas con anotaciones diversas, muchas de ellas relacionadas con alguna crónica que debí redactar o con personajes que entrevisté, donde aún puedo leer impresiones sobre el libro que estaba leyendo o aquel que alguna vez pensé escribir. Caigo en la cuenta de que soy una red de historias incompletas, una letanía de personas cercenadas por las circunstancias. El olvido se ha adelantado a mi voluntad y ha hecho un aseo implacable, un ordenamiento previo de lo que no necesité recordar por años y que, sin embargo, hoy no se resigna y persiste, como un faro resistiendo ante la noche cerrada.

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