Juan Pablo Meneses
Revista del Domingo
Diario El Mercurio, 10 de agosto de 2014
Un periodista chileno pasó años
en un cuarto pagado de Buenos Aires,
y luego de eso recorrió Latinoamérica
buscando sitios que se llamasen
Hotel España (igual que su residencia porteña)
como una manera de empezar
a despedirse de esa forma de vida.
Aquí, una mirada
sobre lo que aprendió de esos tiempos
en que el jabón todos los días era nuevo
y cada huella que dejaba a su paso
era eliminada por una mucama.
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Cuando uno vive en un hotel, el tiempo se detiene.
Las toallas siempre están secas y bien dobladas,
la cama hecha, los envases de champú repuestos,
el jabón nuevo y el mini bar surtido.
Nunca quedan huellas de lo que uno mismo hizo el día anterior.
Viviendo en la habitación 54 descubrí eso acerca de la vida real:
gastar jabones y champús es una manera de ir mirando cómo pasa tu tiempo.
Y así como en el hotel uno no avanza, tampoco hay espacio para volver atrás.
En las paredes no puedes colgar cuadros, ni pósteres, ni calendarios, ni fotos familiares, ni diplomas que hablen del pasado.
Todo es un extraño, placentero y adictivo limbo.
Tus vecinos cambian en promedio, cada tres días.
Los recepcionistas te comienzan a hablar de sus vidas,
aunque guardan silencio cuando saben que no quieres conversar.
Las mucamas te miran desde la complicidad
de quien se encarga de volver tu vida siempre a cero.
En el ascensor muy pocas veces te cruzas con la misma persona dos veces.
En las mañanas en vez de despertador tienes una llamada telefónica
(todavía recuerdo el «Meneses, ya son las nueve»).
Nos gustan los hoteles porque en ellos podemos intentar
ser otra persona y en otro lugar, sentención Julio Ramón Ribeyro.
La fantasía de tener una casa nueva, con aventuras nuevas, en una ciudad nueva, hasta que llegue la hora de volver a la vida real. Ahí está, precisamente, el peligro. Quedar atrapado. No poder salir. No poder volver.
Hace diez años me quedé atrapado en el Hotel España de Buenos Aires, en la calle Tacuarí, en el número 80, en la habitación 54.
El primer hotel en que viví fue el Cisneros de Barcelona, en la calle Aribau, en el número 54, en la habitación 503.
Había salido de Chile para escribir historias y viajar. Me matriculé en la Universidad Autónoma y utilicé la ciudad como centro de operaciones.
El hotel era la solución más práctica. Siempre lo es, hasta que descubres que ya no puedes salir.
El año pasado me tocó viajar a Barcelona y, nuevamente, me hospedé en Aribau 54. Pero todo era distinto. Después que viví en el Hotel Cisneros, y en medio del boom económico e inmobiliario de toda España, el edificio fue vendido, remodelado por completo y se transformó en un exagerado hotel boutique de la cadena Cram.
Con la llegada de la crisis, los precios de las habitaciones pasaron a ser ridículas, y desde entonces siempre tienen vacantes.
Pero cuando todavía era el viejo Hotel Cisneros y vivía ahí, comencé a armar una lista de los tipos de personas que habitaban en el hotel. Me los iba encontrando siempre, en el buffet del desayuno, entre turistas que llevaban bloqueador y bikini si era verano en Cataluña, o abrigo y gorro de lana si era invierno.
Un ejercicio que luego seguí practicando en los otros hoteles donde viví.
Mi lista de personas que viven en hoteles decía así:
El separado. El amor es egoísta, igual que tú. Tu mujer te acaba de expulsar de la casa, o te auto-expulsaste del partido. Te parece un retroceso volver donde tus padres y tus amigos no tienen espacio. O vives en otra ciudad y todo círculo de contención está muy lejos. Bueno, entonces, nada mejor que irte a vivir a un hotel esperando a que el chaparrón emocional amaine. Eso puede significar, en términos inmobiliarios, que el hotel es un refugio mientras buscas un departamento para reiniciar tu vida de soltero. O un aguantadero hasta que las cosas se tranquilicen y regreses al hogar.
El inmigrante. Decidiste empezar una nueva vida. Llegaste a la gran ciudad a cumplir todos tus sueños y fantasías, pero no conoces a nadie y necesitas un campamento base donde iniciar tu escalada. Por cierto, a los pocos días te das cuenta de que La vida es bella no es otra cosa que una vieja película italiana. Entonces, sin darte cuenta, descubres que instalarte es más complejo de lo que esperabas y que necesitas demasiados papeles (que todavía no tienes) para conseguir un espacio propio. Los hoteles, en cambio, sólo te piden esos papeles verdes que llevan la palabra dollar y un número en las esquinas.
El artista. Te compraste todas las leyendas que mezclan el hotel con una vida sofisticadamente maldita. El golpe final fue cuando llegó a tus manos un ejemplar de Hoteles literarios, de Nathalie de Saint Phalle, y te convenciste de que la mejor manera de sacar adelante una obra (literaria o musical o pictórica) era encerrarte en las cuatro paredes de un hotel de ciudad grande. Al poco tiempo te diste cuenta de que no avanzas en tu propósito creador, pero para ese momento ya llevas casi un año viviendo en un hotel y ya te acostumbraste. Si en el piso de abajo vive un joven violinista que se quiere comer el mundo es probable, como me ocurrió con Cisneros, que todas las mañanas te despierte el alarido de sus cuerdas por los ensayos matutinos.
El empleado. Te han hecho creer que eres un engranaje clave en el funcionamiento de la compañía. Tu empresa te trasladó de ciudad de un momento a otro, convenciéndote de que esa mudanza es sobre todo «estratégica». Regresas a casa los fines de semana si no estás muy lejos; los fines de semana largos, si estás a una distancia más lejana; sólo para vacaciones, si te separa un mar de tu familia. No sabes hacer nada por tu cuenta. Como la empresa corre con los gastos y el recepcionista es tu amigo, las compañías que subes los jueves te las anotan como llamadas de larga distancia. En unos meses, tu familia entiende por qué te pones tan feliz el domingo en la tarde, cuando debes volver al hotel.
El jubilado. Estás solo y tienes dinero. No quieres ser de aquellos ancianos que se van a vivir a las clínicas porque todavía te sientes joven. Por entregarte al plan de hacer una minifortuna, no te casaste ni tuviste hijos ni hermanos (o tuviste todo eso, pero lo fuiste perdiendo uno a uno, como un asesino serial). Trabajas bien y la jubilación te alcanza para un cuarto de hotel. Te revitaliza encontrarte con gente joven y feliz en el desayuno y en la cena, porque en los hoteles la mayoría de la gente que pasa está contenta, siguiendo la máxima de Ribeyro de estar viviendo otra vida y en otro lugar. Pese a que ya pasaste los 70, llevar una vida de hotel te mantiene en carrera. Jamás irías a un sanatorio para la tercera edad para rodearte de pura gente parecida a ti.
El mercenario. Vas donde hay dinero, o donde te contratan para ganarlo. No te importa pasar largas temporadas en una casa de arriendo, como podría llamarse a un hotel. Eres un entrenador de fútbol que dejó el país y la familia por un proyecto deportivo, o un músico internacional que vive de gira, o un matutero profesional. En este último caso, puedes tener como morada fija varios hoteles al mismo tiempo, todos repartidos a lo largo de la ruta por dónde mueves tus contrabandos. Muchos representantes de jugadores usan esta modalidad de radicarse en hoteles europeos los meses de las temporadas de fichajes, cerrando contratos en el lobby antes de emigrar como golondrina al próximo destino de la cadena de negocio.
El desarraigado. Lo intentaste dejar mil veces. Probaste con novias con departamento, con alquilar un piso compartido o llegaste a pensar en la casa propia. Cuando estabas por dar el paso de la estabilidad, tuviste que cambiar de ciudad y partir de cero. Cuando miras tu vida hacia atrás descubres -a veces con horror; otras, con cierta simpatía- que las únicas raíces que conservas son las de tus muelas [y las estás perdiendo, una a una]. El hotel, como ese territorio paralelo, donde pasan miles de turistas al año. Viajeros en plan de vacaciones que, muchas veces, la mayoría de estas veces, nunca se dan cuenta de que en ese mismo edificio donde ellos están una temporada desconectados de su realidad hay gente que vive, que ha hecho ahí su casa, y que ha transformado a estos veraneantes en sus vecinos temporales.
El Hotel España de Buenos Aires era una solución práctica. Había arreglado un buen precio por temporadas largas y, como frecuentemente estaba viajando a otros lugares, si me iba mucho tiempo, me guardaban mis maletas en la bodega. A la vuelta, como siempre, pedía la habitación 54, en el último piso, con balcón grande, vista a las cúpulas y antenas de la Avenida de Mayo, baño con ventana y tina. Si estaba ocupada la 54, pedía una en el mismo piso y esperaba hasta que la dejaran y me pudiera mudar ahí.
Me había ido de Chile pensando en viajar y escribir historias por el mundo, y el proyecto resultaba. Lo que no sabía era que terminaría viviendo en un hotel. Porque uno no elige vivir en un hotel: termina viviendo en ellos.
Para darle una suerte de estabilidad a la trashumancia, en cada nuevo viaje comencé a buscar hoteles con el mismo nombre. Si volvía a Chile, por ejemplo, me quedaba en el Hotel España de calle Teatinos. Pensaba que, aunque llevara la vida de periodista portátil, había logrado cierta estabilidad. Podía despertar en ciudades distintas, pero el llavero el hotel y las toallas siempre dirían Hotel España.
Amigos, conocidos, comenzaron a contarme de otros hoteles España en distintas ciudades. Sentía que en todos lados había una sucursal de mi proyecto. Cuando descubrí que llevaba tres años viviendo en el Hotel España de Buenos Aires, hice ese plan para abandonarlo. Recorrer toda Latinoamérica, del sur hasta México, quedándome en hoteles España. Una suerte de despedida antes de una vida.
En el Hotel España de Buenos Aires había vivido Rafael Alberti; el Hotel España de Guatemala era una cárcel para indocumentados que Estados Unidos capturaba en el mar de Centroamérica; el Hotel España de Cuba había sido demolido; el Hotel España de Perú era para mochileros; el Hotel España de Chile había sido remodelado. De ese viaje publiqué un libro llamado Hotel España, que podría definirse como un manual para intentar dejar la vida de hotel.
Los hoteles pueden ser peligrosos. Y no lo digo sólo porque puedes elegir estos lugares de paso para terminar con tu vida, como fue el caso de Sid Vicious, de los Sex Pistols, que se mató en un hotel de Nueva York. O de Cesare Pavese, el escritor italiano que se despidió de este lado en el cuarto de un hotel de Turín. Son peligrosos porque no los puedes dejar.
La aparicipn de Hotel España fue la contradicción máxima. Me obligó a una gira por 7 países y 27 ciudades distintas en poco más de tres meses. Una sobredosis de hoteles a los que llegaba justamente para hablar de dejar esa vida.
Fue en medio de ese recorrido que descubrí que el daño ya estaba hecho. La marca se había tornado imborrable. Vivir en hoteles es, finalmente, como cualquier adicción. Es probable que ya lo hayas dejado atrás, que sea tema del pasado, que te vayas a un departamento, que armes un hogar, que tengas un trabajo estable, que intentes tener una familia, que sientas que por fin lo lograste, pero siempre, en algún momento, aparecerá un hotel en tu camino. Están por todos lados. Y ahí, una vez más, sentirás la tentación de dejarlo todo y meterte a vivir en unos de esos lugares donde el tiempo se detiene y los jabones siempre están nuevos.
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Juan Pablo Meneses es autor de varios libros de crónica periodística,
incluyendo el último, Niños futbolistas,
donde retrata el negocio tras los jóvenes talentos de ese deporte.
Su producción incluye también Hotel España, con crónicas
sobre varios hoteles del mismo nombre repartidos por todo el continente.
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