ALFREDO JOCELYN-HOLT, DIARIO LA TERCERA, SÁBADO 23 DE AGOSTO DE 2014
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Instituto Nacional
Libertad de enseñanza
Los cambios de humores no son casuales. Durante ciento y tantos años se creyó en la educación pública en Chile. Desde hace cinco o más décadas, sin embargo, ha decaído su rendimiento y paralelamente su prestigio y apoyo; no es sólo que unos tales por cuales la hayan destruido, como suele decirse.
Si la pisotearon con facilidad, cuestión que no dudo, es porque no venía bien de mucho antes. Y como no ha mejorado sino que ha seguido deteriorándose gracias incluso a quienes dicen querer remediarla, puede ser que se esté volviendo aconsejable, hasta imperioso, inclinarse por la libertad de enseñanza, postura conservadora, anatema para quienes tradicionalmente han defendido la educación pública.
No es cómodo levantar la bandera que enarboló Abdón Cifuentes en su momento, pero resulta más fastidioso tener que soportar la situación actual o la que se espera por muy “reformada” que la pretendan rehacer.
Lo que hoy se pregona como educación pública no calza con su sentido original. Coincide, más bien, con querer estatizar el sistema, más de lo estatizado que está, aumentando los controles del aparato administrativo gubernamental sobre colegios, liceos y universidades (no quieren sólo fiscalizar), condicionando la entrega de fondos públicos vía el anzuelo de la gratuidad y eliminando competencias del mundo privado; en suma, coartando cualquiera institución, también pública, que aspire a tener cierta independencia de las crecientes regulaciones intrusivas ministeriales. Otro tanto se desprende del ánimo democratizador con que enfocan las reformas. A lo que se tiende es a masificar y uniformar criterios indexables que pasan por calidad, objetivo que sólo puede materializarse mediante un Estado todopoderoso que imponga sus burocráticos y tecnocráticos estándares; por ejemplo, eliminando toda selección, discriminando positivamente para así “igualar” y nivelar la cancha más por lo bajo que por lo alto. Se termina con la selección y nos despedimos de la meritocracia, viejo anhelo de la antigua educación pública. Ahuyentamos a supuestas “elites”, tanto de clase como de aptitudes intelectuales, y ponemos término al pluralismo e inclusión más representativa-nacional, lo propio de la educación pública tal como se la ha entendido siempre.
A lo anterior se suma la estratagema ensayada y ultraprobada: hacer del ámbito educacional un tentáculo agonal de la política, ya sea de opositores en contra de gobiernos que resisten movilizaciones tumultuarias, o bien de mayorías de turno (qué cuento lo de “nuevas mayorías”) presidiendo gobiernos, instancias e instituciones educacionales proclives a presiones, cuando no a chantajes (las tomas sin desalojo).
Abdón Cifuentes, para nada santo de mi devoción, pero no por ello despreciable, abogaba, en 1873, por una educación que no fuera sólo del Estado, erigida en cuarto poder público, absoluto e irresponsable, monopólico, viviendo de la sangre del presupuesto, “es decir, a costa de todos para ser el tirano de todos”. Amén.
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