Roberto Merino
Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 24 de agosto de 2014
Cuando un hecho de la vida diaria
se convierte en suceso policial,
el lugar donde ocurre
adquiere un protagonismo decisivo.
El lugar y también el tiempo, se podría decir.
Cada caso de la crónica roja
corresponde a un cruce de destinos.
Muchas veces es el azar
el que enhebra esos encuentros.
Quizás cuántas veces
un par de minutos de atraso,
una indecisión al salir de la casa,
un caprichoso cambio de vereda, en fin,
cualquier modificación
no presupuestada de nuestra ruta
nos ha evitado meternos
en una situación fatal,
nos ha librado de la muerte.
Viendo todos los días las noticias televisivas,
da la impresión de que seguimos vivos por milagro.
La conciencia de nuestra fragilidad ontológica
se abisma ante esos episodios tan frecuentes
en los que una persona que salió a comprar el pan
termina asesinada por el rebote de una bala perdida.
René Vergara, el escritor detective,
estaba muy cercano a estos temas.
Es posible que su formación profesional
haya incidido en que habitualmente
nos ofrezca en sus relatos
impagables descripciones
de casas, calles y barriadas.
Se trata de textos quizás irregulares
-que oscilan entre el cuento y la crónica-,
pero siempre se nos aparecen
"estructuralmente circunstanciados".
En la mirada detectivesca,
cada detalle del entorno
podría pasar a ser
significativo, determinante.
Si otro detective anterior no hubiera
ya ostentado el apodo de Vivo el Ojo,
el mote le hubiera quedado bien a Vergara.
Hace unos días me encontré
una selección de sus textos
en una biblioteca.
En un minuto, a la velocidad del hojeo,
ya estaba inmerso en la descripción
de un suburbio santiaguino
de los años cincuenta,
el lugar de un crimen:
una zona de cerros pelados,
fronteriza con un paso bajo nivel,
con el río, con un basural
y -en su extremo remoto--
con el aeropuerto,
entonces en construcción.
A pesar de la sequedad del suelo,
en sus calles precarias se veían acacios,
pinos, cipreses, palmeras y sauces grises.
Pensamos que el comportamiento de la realidad
es en general indeterminado, que sólo
hay relación entre las causas y los efectos.
En este sentido,
la existencia de lugares "cargados"
solo sería una superstición.
Pero el lugar de cualquier crimen
tiene una carga afectiva feroz.
A los excesivamente racionales
los desafiaría a irse a vivir por un tiempo
a una casa donde se cometió un crimen alevoso.
Entre chanzas,
en compañía y a la luz meridiana,
nadie cree en fantasmas.
Otra cosa es "en las horas lúgubres" y en la soledad.
Quizás la obra más apreciable de René Vergara
sea su autobiografía, publicada años ha
en una colección de Nascimento.
En ella, según recuerdo,
con su habitual tendencia al registro visual,
Vergara nos ha dejado imágenes adhesivas
de la vida en un Santiago ya extinguido
pero que aún lanza algunos destellos
al sur de la avenida Matta,
en las inmediaciones de Franklin,
en los deslindes del Matadero.
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