República bananera
No hay, para el quisquilloso ego latino repleto de complejos a medias compensados por esa vocación para el martirio declamatorio tan bien examinada por Octavio Paz, calificación -o mejor dicho descalificación- más dolorosa perpetrada desde y por el primer mundo que la de “república bananera”. Ya sabemos qué significa: convoca la imagen, digna de Hollywood pero no indigna de la realidad, de un Estado de opereta regido por una élite corrupta, venal, incapaz y ridícula, militares repletos de medallas y cheques de sobornos, hacendados de grandes bigotes, sombreros de ala ancha y elegante traje blanco, y una masa laboral explotada, degradada, fea, floja y somnolienta. A Chile dicho calificativo nunca le ha sido aplicado o tal vez suceda que nunca lo hayamos escuchado; imposible saberlo, porque es la clase de aseveración que, como la de cornudo, el motejado jamás la oye pues no se le dice. Siempre, entonces, son otros los engañados y otras las repúblicas bananeras.
Pero, en verdad, hemos hecho y hacemos méritos sobrados. La condición de república bananera se llega a merecer cuando, entre otras virtudes, una nación da muestras abundantes de ineptitud nacida de la negligencia y debido a lo cual se deja explotar, engañar y manosear a gusto por intereses foráneos. A eso se agrega una habilidad infalible para tomar decisiones equivocadas, meter a la pasada las manos en el cajón y finalmente envolverlo todo, incompetencia y robo por igual, con una fraseología tan almibarada y al mismo tiempo dolida como la de un bolero.
Codelco
La lista de cantinfladas pasadas, presentes y probablemente futuras que nos dan méritos para entrar a la categoría es bastante larga, pero sólo hemos seleccionado las del “top five”. Entre estas ocupa el indiscutido primer lugar la negociación que hace unos años se celebró entre Codelco y una empresa china compradora de metales. En virtud de la astucia y diligencia de nuestros negociadores se logró que el país, desde ese entonces a la fecha, haya perdido aproximadamente unos seis mil millones de dólares -por parte baja- en ingresos que no existieron, debido al precio con el que se contrató la operación de venta a futuro. Tan brutal, colosal, imperial y épica fue la metida de pata que, quizás por vergüenza, hasta ahora el tema sólo ha aparecido a la pasada, aquí y allá, sin que haya jamás llegado a constituirse, como hubiera debido ser, en un tema nacional de proporciones mayores que el del Transantiago.
Codelco
La lista de cantinfladas pasadas, presentes y probablemente futuras que nos dan méritos para entrar a la categoría es bastante larga, pero sólo hemos seleccionado las del “top five”. Entre estas ocupa el indiscutido primer lugar la negociación que hace unos años se celebró entre Codelco y una empresa china compradora de metales. En virtud de la astucia y diligencia de nuestros negociadores se logró que el país, desde ese entonces a la fecha, haya perdido aproximadamente unos seis mil millones de dólares -por parte baja- en ingresos que no existieron, debido al precio con el que se contrató la operación de venta a futuro. Tan brutal, colosal, imperial y épica fue la metida de pata que, quizás por vergüenza, hasta ahora el tema sólo ha aparecido a la pasada, aquí y allá, sin que haya jamás llegado a constituirse, como hubiera debido ser, en un tema nacional de proporciones mayores que el del Transantiago.
¿Quiénes se equivocaron y qué sanciones recibieron? Se equivocó el directorio de Codelco, se equivocó el ministro de Hacienda vigente, se equivocó quien presidía la nación, se equivocaron los “técnicos” y todos por igual pasaron colados. En China, el gravísimo error hubiera merecido un tiro en la nuca, pero en Chile los infractores de suficiente calibre, privados y públicos, siempre salen bien librados y mantienen su condición de flotabilidad permanente en las altas esferas del poder.
Otros desastres
El de Codelco es sólo un capítulo tardío, porque la historia de errores mayúsculos nacidos de la necedad, la pereza, indolencia y miopía se podría iniciar casi con la independencia del país. Entre 1875 y 1879, la negligencia del gobierno de la época permitió que la Patagonia, hasta entonces territorio sin propietario definido, cayera casi enteramente en manos argentinas. Mientras Argentina mandaba unas lastimosas cañoneras fluviales y unos destacamentos de soldados a crear soberanía, Chile, ya armado entonces con los blindados Cochrane y Blanco Encalada, no hizo absolutamente nada para siquiera empatar la presencia transandina. Luego vino la Guerra del Pacífico y la oportunidad se perdió. Barros Arana no hizo sino oficializar ese disparate.
El de Codelco es sólo un capítulo tardío, porque la historia de errores mayúsculos nacidos de la necedad, la pereza, indolencia y miopía se podría iniciar casi con la independencia del país. Entre 1875 y 1879, la negligencia del gobierno de la época permitió que la Patagonia, hasta entonces territorio sin propietario definido, cayera casi enteramente en manos argentinas. Mientras Argentina mandaba unas lastimosas cañoneras fluviales y unos destacamentos de soldados a crear soberanía, Chile, ya armado entonces con los blindados Cochrane y Blanco Encalada, no hizo absolutamente nada para siquiera empatar la presencia transandina. Luego vino la Guerra del Pacífico y la oportunidad se perdió. Barros Arana no hizo sino oficializar ese disparate.
Algo más de cien años después, Chile perdió laguna del Desierto por obra y gracia de la misma actitud complaciente y obtusa. Dejó a los vecinos ir poco a poco creando presencia y enseguida entregó la oreja en un juicio mal llevado y controlado desde un principio por un jurista argentino que, desde su silla de ruedas, hizo más por su país que nuestros hombres gozando de pleno uso de sus piernas, pero quizás no tanto de sus cerebros.
No mucho más tarde vino el episodio del tren al sur, majestuosa idea fraguada -como otras ideas de gran vuelo estratégico, pero poca atención por el detalle táctico- durante el gobierno de Ricardo Lagos. La genialidad de la nación se manifestó en dicha ocasión comprando trenes de segunda mano en España -había, además, que pagar favores políticos de tantos exiliados que fueron recibidos allá- y se completó dejando que la operación cayera en manos de los conocidos de siempre, quienes la convirtieron en un suculento negocio personal y político. El “tren al sur” es ahora una serie de estaciones abandonadas y vandalizadas, convoyes botados en San Eugenio, rieles cubiertos de maleza y una serie de caballeros con los bolsillos bien forrados.
¿Es necesario recordar el Transantiago? Pese a las dotes intuitivas de la Presidenta de entonces y Presidenta también hoy, el proyecto se puso en marcha con los resultados conocidos que se siguen pagando y continúan fastidiando.
De cuello y corbata
Pese a esos desastres -a los que podrían sumarse muchos más si se hiciera una detallada investigación histórica-, nos negamos a asimilarnos a la categoría de “república bananera”. Creemos que sólo vale para naciones tropicales donde las autoridades usan guayabera y/o corbatas con diseños de palmeras y minas en bikini, u otras donde los mandatarios, como es hoy la moda, se disfrazan de indígenas. Nosotros, en cambio, somos “serios”; nosotros habitamos un país donde “funcionan las instituciones”; nosotros envolvemos la picantería con un lenguaje jurídico, formal y protocolar. En resumen, en Chile se roba y se meten las patas “conforme a la ley”.
Pese a esos desastres -a los que podrían sumarse muchos más si se hiciera una detallada investigación histórica-, nos negamos a asimilarnos a la categoría de “república bananera”. Creemos que sólo vale para naciones tropicales donde las autoridades usan guayabera y/o corbatas con diseños de palmeras y minas en bikini, u otras donde los mandatarios, como es hoy la moda, se disfrazan de indígenas. Nosotros, en cambio, somos “serios”; nosotros habitamos un país donde “funcionan las instituciones”; nosotros envolvemos la picantería con un lenguaje jurídico, formal y protocolar. En resumen, en Chile se roba y se meten las patas “conforme a la ley”.
Esa pretensión de país donde impera la seriedad ha sido una ilusión posiblemente nacida en el período decimonónico,cuando se formó un Estado con cierto orden y estabilidad, mientras en el resto del continente cundían los caudillismos. A partir de ahí, la clase dirigente chilena se creyó civilizada y se esforzó por imitar a los europeos y proyectar una imagen que hasta el día de hoy nos encanta vender, la del país de terno y corbata con quien se pueden hacer negocios como la gente. Desde siempre ha imperado la creencia de que un tono engolado, formal y jurídicamente cantinflero es suficiente para calificar de seriedad y responsabilidad. Desde siempre hemos creído que un humor taciturno -ahora agresivo y empoderado- basta para no ser bananero. Desde siempre nos imaginamos que un ministerio cuyo acceso sea precedido por grandes escalinatas, puertas de bronce y arquitrabes jónicos garantiza formalidad y eficiencia. Desde siempre nos hemos mentido y engañado a nosotros mismos.
Lo que viene
¿Qué viene ahora para enriquecer la lista? Me temo que la próxima y majestuosa metida de pata, ya en curso, sea esa reforma cuyo eslogan es “educación gratuita y de calidad”. Lo de gratuidad todo el mundo lo entiende, pero el significado de calidad no se conoce hasta el día de hoy. Aún se oye a altas autoridades prorrumpir con falacias de petición de principio, tales como decir que “la educación de calidad se logra con profesores de calidad…”. No hay una idea específica que permita evaluar y recetar medidas. “Calidad” es sólo un calificativo que requiere un sustantivo. ¿Calidad de qué? ¿Calidad en qué? ¿Qué es eso -educación- que puede ser o no ser de “calidad”?
Lo que viene
¿Qué viene ahora para enriquecer la lista? Me temo que la próxima y majestuosa metida de pata, ya en curso, sea esa reforma cuyo eslogan es “educación gratuita y de calidad”. Lo de gratuidad todo el mundo lo entiende, pero el significado de calidad no se conoce hasta el día de hoy. Aún se oye a altas autoridades prorrumpir con falacias de petición de principio, tales como decir que “la educación de calidad se logra con profesores de calidad…”. No hay una idea específica que permita evaluar y recetar medidas. “Calidad” es sólo un calificativo que requiere un sustantivo. ¿Calidad de qué? ¿Calidad en qué? ¿Qué es eso -educación- que puede ser o no ser de “calidad”?
No se sabe. No se ha dicho. No se oye. Sólo sabemos que ocho mil millones de dólares están destinados a eso, usando como instrumento de recaudación mecanismos que ya están entorpeciendo la economía.
Todo indica que este gran proyecto será, en verdad, recordado. Recordado como miembro del top ten. Quizás nos valga como ticket para entrar al club de las repúblicas bananeras.
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