En la doctrina médica, un diagnóstico es una hipótesis. No es una verdad que se pueda considerar asentada, ni siquiera cuando existen algunas certezas. Tampoco es una verdad única; todo diagnóstico acepta la posibilidad de otros diagnósticos, diferenciales o de co-morbilidades.A los médicos les está vedado enamorarse de sus diagnósticos o enfrentarlos como verdades cerradas, entre otras cosas porque hay una larga historia de diagnósticos erróneos en todas las ciencias médicas. Para después quedan los remedios, que operan sobre la base del ensayo y el error, y los mejores médicos están continuamente estudiando sus efectos y sus contraindicaciones. No existe una correspondencia lineal entre diagnósticos y remedios, y puede ocurrir que si el diagnóstico es correcto, no lo sean los remedios. ¿No resulta esto familiar a toda experiencia humana?
La política, por supuesto, no es medicina. Los diagnósticos sobre las necesidades de la sociedad suelen estar supeditados a la ideología, o al menos, a unas convicciones generales acerca del mundo. Es decir, tienen una importante carga subjetiva, incluso cuando se los trata de arropar con los estudios de las más volubles ciencias sociales. Aun así, los diagnósticos políticos son, igual que los otros, meras hipótesis y con mayor razón son inciertos los remedios para superar los males sociales.
Estos matices se han vuelto relevantes ahora que la discusión pública local ha girado hacia lo que la sociedad realmente desea y considera prioritario. El hito más reciente de ese debate es la encuesta del CEP -un indicio de que retiene su vigor referencial-, que esta vez ha sido acusada por los sesgos de sus preguntas sobre educación. Pero esto sólo es importante para quienes desean usarla como refutación de sus contradictores o como respaldo de sus propias certezas.
Lo que en verdad resulta relevante son las tendencias de largo plazo que detecta la muestra del CEP, que por lo demás coinciden con otras encuestas prestigiosas. La serie principal es la que registra lo que los chilenos consideran como sus preocupaciones principales en los últimos 14 años, donde se entrelazan, en los primeros lugares, la salud, la educación y la delincuencia.
En la primera mitad del gobierno de Ricardo Lagos tendió a prevalecer el problema de la salud. Desde su segunda mitad y hasta los comienzos de la administración de Sebastián Piñera, la inquietud dominante fue la delincuencia, y la educación -seguramente encendida por las marchas del 2011- llegó a empatarla muy pronto. Sin embargo, en el último año de ese gobierno y durante lo que lleva el segundo de Miche-lle Bachelet, la prioridad uno ha sido la salud.
La persistencia de la alta demanda por la salud desde el 2000 es un buen ejemplo de la volatilidad de los remedios. Es difícil sostener que la salud pública es peor hoy que el 2000. El Presidente Lagos introdujo un mecanismo de protección inédito, el Plan Auge, y todos sus sucesores se han dedicado a consolidarlo y ampliarlo, desde 56 hasta 80 patologías garantizadas. La infraestructura clínica ha crecido en forma casi exponencial y las carencias de hoy ya son de segunda generación (obesidad versus desnutrición, falta de especialistas, remedios para la alta complejidad).
El problema de la educación empezó a competir con esa preeminencia sólo durante el primer gobierno de Bachelet, cuando estallaron las primeras movilizaciones estudiantiles.Parece comprensible que una Presidenta que fue dolorosamente sorprendida por esa irrupción intempestiva haya retenido una percepción de urgencia dramática en este campo.
Esa impresión vino a tomar soporte intelectual (“marco teórico”) en los informes sobre desarrollo humano del PNUD, que en lo esencial son agregaciones de datos estructurados en torno a una hipótesis que los números tienden a confirmar. Esto no es un pecado; es lo que hacen todos los centros de estudio, cualquiera sea su orientación. Pero tampoco es una virtud cardinal. Un trabajo bien hecho produce un conjunto de luces, no verdades específicas (por ejemplo, la idea de que la educación es clave para reducir la desigualdad tiene el peso de una obviedad general, nada que necesite ser descubierto) ni mucho menos remedios precisos.
El caso es que el gobierno eligió una de las tres prioridades y sobre las otras dos parece tener muy poco que decir. Para esa dedicación principal -la reforma de la educación- ha tenido que agregar una reforma funcional -la tributaria- y aspira a otra estructural, la de la Constitución. Pero esta última es harina de otro costal; para emprender su análisis es bueno recordar que no ha existido ningún gobierno en Chile, a lo menos desde el siglo XX, que no haya querido generar su propia Carta Fundamental.
La pregunta sobre el diagnóstico no había sido tan apremiante en el último cuarto de siglo. Se la disputan, desde la oposición, el ex Presidente Piñera; desde la izquierda, Melissa Sepúlveda y Naschla Aburman. Y por lo tanto la sigue otra más importante: ¿marcará esa interrogación el segundo gobierno de Bachelet?
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