Columnistas
Diario El Mercurio, Jueves 28 de agosto de 2014
"Son muchos los que quisieran seguir trabajando hasta el último de sus días y, si Dios así lo quiere, que la muerte los encuentre, como le ocurrió a don Mario, con sus botas puestas..."
El 17 de agosto habría cumplido 81 años. Pocos días antes, Mario Cortés llegó a su puesto de barrendero en la Plaza de la Ciudadanía, frente al Palacio de la Moneda, en el que estaba contratado, con el sueldo mínimo, por la empresa licitada por el municipio para las labores de aseo. Desempeñaba ese trabajo desde los 70 años, después de una larga vida como minero. Según la breve nota del diario vespertino que informó del suceso, don Mario esa mañana se sentó en una de las bancas de Teatinos con Agustinas y se sumió en un sueño del que no despertó. Unas carabineras apostadas en la plaza advirtieron su muerte al ver llorando frente a él a una señora que solía pasar a saludarlo.
Quizás alguien pueda lamentar que una persona de avanzada edad, ante la precariedad de su jubilación, haya tenido que seguir trabajando para lograr cubrir sus necesidades y las de su familia. Lo ideal, se dirá, es que su pensión hubiera sido suficiente para permitirle descansar después de una larga vida de trabajo.
Pero no sé si don Mario estaría conforme con ese enfoque que, de una manera u otra, encasilla a los adultos mayores en el mal llamado "sector pasivo". Quiero imaginar que en su modesto pero noble oficio encontraba un sentido de realización profesional que, en el marco de una vida sacrificada, le daba alegrías y satisfacciones. El octogenario barrendero habrá estado orgulloso de trabajar hasta el fin de sus días y de que pueda decirse de él aquello de que "murió con las botas puestas". El dicho alude originalmente a los soldados que fallecían combatiendo en la batalla con sus botines calzados y se aplica con justificada admiración a todos los que pasan a mejor vida en medio de sus labores cotidianas.
Ante la extensión de las expectativas de vida de la población se han incrementado las políticas públicas dirigidas hacia la tercera edad, que abordan diversos aspectos: salud, vivienda, estado físico, recreación; incluso hay estupendos programas de turismo de bajo costo para los adultos mayores. Me temo, sin embargo, que poco o nada se ha hecho respecto de la mantención o reinserción laboral de los que alcanzan la edad legal del retiro. Aunque jubilar no sea obligatorio, lo cierto es que llegado el varón a los 65 o la mujer a los 60, todo el sistema presiona para que pase a los "cuarteles de invierno" y deje de trabajar. Una vez alcanzada la pensión, que, como se sabe, es muy inferior a los ingresos que percibía antes de jubilar y a veces paupérrima -por no decir miserable-, el jubilado no tiene opciones para postular a nuevos puestos de trabajo, pese a que la Constitución y el Código Laboral prohíben a los empleadores discriminar por razones de edad.
Existen buenas razones para afrontar este problema que, más allá de sus repercusiones económicas, tiene resonancias en el bienestar psicológico y físico de nuestros mayores. Un trabajo, un oficio, una actividad laboral no solo dignifica a la persona que los ejerce: también le proporciona la sensación de ser útil, de prestar un servicio a la comunidad y de que no se es un estorbo o una carga social que solo pesa y nada entrega.
Las municipalidades, el Ministerio del Trabajo o el Servicio Nacional del Adulto Mayor (Senama) deberían diseñar y llevar a cabo políticas públicas que favorezcan y promuevan el empleo de personas de la tercera edad. Podría pensarse, también, en cursos de capacitación específicos para reinsertar a los mayores en nuevas posiciones en la empresa, de modo que ello sea compatible con el derecho de las nuevas generaciones a ascender a mejores puestos de trabajo. Sería de utilidad, además, implementar apoyos o créditos blandos para emprendimientos innovadores o crear subsidios para apoyar a las empresas que ofrezcan trabajos idóneos para adultos mayores.
Son muchos los que quisieran seguir trabajando hasta el último de sus días y, si Dios así lo quiere, que la muerte los encuentre, como le ocurrió a don Mario, con sus botas puestas.
Quizás alguien pueda lamentar que una persona de avanzada edad, ante la precariedad de su jubilación, haya tenido que seguir trabajando para lograr cubrir sus necesidades y las de su familia. Lo ideal, se dirá, es que su pensión hubiera sido suficiente para permitirle descansar después de una larga vida de trabajo.
Pero no sé si don Mario estaría conforme con ese enfoque que, de una manera u otra, encasilla a los adultos mayores en el mal llamado "sector pasivo". Quiero imaginar que en su modesto pero noble oficio encontraba un sentido de realización profesional que, en el marco de una vida sacrificada, le daba alegrías y satisfacciones. El octogenario barrendero habrá estado orgulloso de trabajar hasta el fin de sus días y de que pueda decirse de él aquello de que "murió con las botas puestas". El dicho alude originalmente a los soldados que fallecían combatiendo en la batalla con sus botines calzados y se aplica con justificada admiración a todos los que pasan a mejor vida en medio de sus labores cotidianas.
Ante la extensión de las expectativas de vida de la población se han incrementado las políticas públicas dirigidas hacia la tercera edad, que abordan diversos aspectos: salud, vivienda, estado físico, recreación; incluso hay estupendos programas de turismo de bajo costo para los adultos mayores. Me temo, sin embargo, que poco o nada se ha hecho respecto de la mantención o reinserción laboral de los que alcanzan la edad legal del retiro. Aunque jubilar no sea obligatorio, lo cierto es que llegado el varón a los 65 o la mujer a los 60, todo el sistema presiona para que pase a los "cuarteles de invierno" y deje de trabajar. Una vez alcanzada la pensión, que, como se sabe, es muy inferior a los ingresos que percibía antes de jubilar y a veces paupérrima -por no decir miserable-, el jubilado no tiene opciones para postular a nuevos puestos de trabajo, pese a que la Constitución y el Código Laboral prohíben a los empleadores discriminar por razones de edad.
Existen buenas razones para afrontar este problema que, más allá de sus repercusiones económicas, tiene resonancias en el bienestar psicológico y físico de nuestros mayores. Un trabajo, un oficio, una actividad laboral no solo dignifica a la persona que los ejerce: también le proporciona la sensación de ser útil, de prestar un servicio a la comunidad y de que no se es un estorbo o una carga social que solo pesa y nada entrega.
Las municipalidades, el Ministerio del Trabajo o el Servicio Nacional del Adulto Mayor (Senama) deberían diseñar y llevar a cabo políticas públicas que favorezcan y promuevan el empleo de personas de la tercera edad. Podría pensarse, también, en cursos de capacitación específicos para reinsertar a los mayores en nuevas posiciones en la empresa, de modo que ello sea compatible con el derecho de las nuevas generaciones a ascender a mejores puestos de trabajo. Sería de utilidad, además, implementar apoyos o créditos blandos para emprendimientos innovadores o crear subsidios para apoyar a las empresas que ofrezcan trabajos idóneos para adultos mayores.
Son muchos los que quisieran seguir trabajando hasta el último de sus días y, si Dios así lo quiere, que la muerte los encuentre, como le ocurrió a don Mario, con sus botas puestas.
No hay que esperar que el Estado
ResponderEliminaro alguien haga algo.
Los mismos viejos tienen
que organizarse, y unir fuerzas
con jóvenes generosos y visionarios
que vean la riqueza que hay
desplegada en dicha experiencia
y el potencial de sabiduría
que se puede obtener de allí
más allá del vigor físico
Mientras la cabeza funcione
(es cosa de contemplar a Nicanor Parra
que está de vuelta a los 17
después de vivir un siglo…),
todo es posible, o nada es imposible.
Es verdad que muchas veces
el trabajo no dignifica como debería
e incluso se le puede visualizar
como «una intromisión en la vida privada»
(especialmente si se vive
para trabajar en lugar
de trabajar para vivir).
Más que ganarle a la vida
o ganarse la vida,
hay que aprender
de esa dignidad y sapiencia
que se obtiene en cada derrota,
algo que difícilmente alcanzan
las victorias efímeras
que proporciona la vida
y repetir cantando
ese verso de la canción Fito Páez:
«Quién dijo que todo está perdido,
yo vengo a ofrecer mi corazón».
No sería muy descaminado pensar
que los que fuimos alguna vez
soldados-estudiantes, a fines
de los sixties y comienzos de los seventies
podamos morir con las botas puestas,
como jubilados entusiastas,
o al menos como jubilosos viejos de mierda.
O como dice San Pablo
en la segunda carta a los Corintios:
«Estamos atribulados
por todas partes, pero no abatidos;
perplejos, pero no desesperados;
perseguidos, pero no abandonados;
derribados, pero no aniquilados».
Tal vez no sería tan descaminado
concluir con aquel antiguo poema anglosajón
que conmemora la batalla de Maldon:
«El pensamiento será más riguroso,
el corazón más entusiasta,
el coraje mayor,
cuando nuestra fuerza flaquee…»