Parte del folclore local consiste en la identificación de objetos y sujetos en los que el espíritu primigenio de la república habite en plenitud. Algo así como fetiches sobre los que se levantan relatos que explican el origen de las virtudes de nuestro orden nacional. Atributos que trasciende los gobiernos y las ideologías y se internan en la médula ósea del sistema nervioso estatal. Aquel orden mítico que Francia encuentra en los valores de la Revolución y en la alegoría de Marianne y que Argentina busca en el peronismo y en Mafalda.
No se trata de una estructura rígida, o un modelo fijo como un escudo de armas, sino más bien de una nube de sentido, compuesta de muchos elementos, sujeta al clima cambiante, que en ocasiones subraya algunos rasgos y esconde otros, pero que mantiene los componentes principales inalterables, como el puré de zapallo en un plato de charquicán.
En el caso chileno gran parte de nuestro sentido de “lo republicano” está asociado a un universo de símbolos que limitan al norte con la severidad, al sur con la sobriedad y a ambos costados con la testosterona. Porque la república, aunque por gramática pertenezca al género femenino, en Chile por naturaleza parece ser masculina. El ejemplo más claro de esto es la manera en que hemos construido la noción del “estadista”, una figura abstracta que es a nuestra política lo que la Trinidad al catolicismo: algo misterioso, arbitrario, pero venerado. Reconocer estadistas es nuestro don, un talento escaso en otras comarcas y de una utilidad aun incógnita.
El estadista habla golpeado y se dirige, de preferencia, a un auditorio de varones. La mujer, en ese universo, aparece restringida a la figura de una señora -pongámosle Juanita- que necesita ayuda, soluciones, que el estadista le otorga con una solemnidad seca y adusta que sepulta toda sospecha de populismo. Porque él nunca está para sentimentalismos: él no acoge, él explica. La única manera que el estadista se siente cómodo hablándole al pueblo desprovisto de poder es ejerciendo pedagogía, ilustrando con ejemplos claros, en plan alfabetizador los efectos de sus proyectos. Si alguien llega a reclamarle, en el peor de los casos lo regañará públicamente y en el mejor, lo educará. Porque el estadista no se presta para la chimuchina, a él no le vienen con cosas, no señor. El no baila cumbia para la galería ni improvisa anécdotas que lo distraigan de un horizonte mayor, aquel que fundirá su nombre con el de la Historia de Chile (la de Barros Arana -que leyó entera y en detalle- no la de Frías Valenzuela). Esta es sin duda una labor ardua, y por sobre todo, fome, como reunión de expresidentes.
El estadista habla en mayúsculas y eso no permite errores, y si los hay, no se explican como tales sino como descoordinaciones cósmicas que confabularon para que su visión del mundo tuviera un traspié momentáneo e intrascendente a la hora de los resultados. Eso, que en otros parecería ser soberbia, en el estadista es liderazgo. Eso, que en otros puede confundirse con vanidad, en él es sencillamente aplomo. Es como un alumno del Instituto Nacional, pero en formato adulto y con buen sastre. Un espécimen demográficamente escaso que, sin embargo, sabe tasar su propia valía sin temor a resultar engreído. Porque creció con un sentido del poder bien alineado y pondera con comodidad sus virtudes y el momento apropiado para exponerlas: sabe cuándo callar y, por sobre todo, cuándo y dónde hablar. Porque el estadista entiende que su título en este país no jubila ni vence y le gusta comprobarlo de tanto en tanto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS