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Meditación del cambio por Jorge Edwards


Diario La Segunda, viernes 8 de mayo de 2015

Leo mamotretos del siglo antepasado
y novelas de escritores jóvenes.

Ahora me interno en las páginas
intuitivas, rítmicas, a veces oscuras,
siempre dotadas de destellos poéticos,
de un autor que vive en Valparaíso
y también es abogado, Enrique Winter.

El título es engañoso,
puesto que parece inventado,
o perpretado, por un cultivador de la fealdad:
«Las bolsas de basura», pero el texto
es mucho mejor que el título.

Y sigo con atención, lápiz en mano,
las páginas densas de «Vida de don Andrés Bello»,
obra de uno de nuestros clásicos, Miguel Luis Amunátegui,
sobre otro, don Andrés.

Ahora bien, como hemos perdido,
entre muchas otras cosas,
la noción de lo clásico,
y como los cambios de gabinete
se anuncian ahora en entrevista
a don Francisco (personaje
tan diferente a don Andrés),
tuve que buscar el libro
en bodega de anticuarios,
tener paciencia y desprenderme
de algunos billetes.

Amunátegui comenta un artículo
publicado por don Andrés, por Bello,
por el bisabuelo de piedra,
en el diario «El Araucano»
del 6 de diciembre de 1839.

Bello habla de un viejo historiador español
que al escribir sobre el famoso cardenal 
Jiménez de Cisneros, ministro de Estado
de los años del Renacimiento, sostiene
que dejaba de alcanzar algunas veces lo bueno,
«porque aspiraba a lo mejor».

No es extraño que una situación
embozada en el siglo XV
adquiriera nueva vigencia,
y en nuestro lejano país,
hacia la mitad del siglo XIX,
y que la vuelva a tener ahora mismo,
cuando se anuncia un cambio interno importante.

El artículo de Andrés Bello se refiere en seguida
a los perniciosos efectos del optimismo en política.

El pesimismo excesivo es peligroso, paralizador,
pero el optimismo ingenuo, su contrapartida,
es capaz de provocar verdaderos desastres.

Si tuviéramos una crítica literaria, cultural, fuerte,
segura de sí misma, no dependiente de modas exteriores,
puesto que la moda es todo aquello que pasa de moda,
como dijo en su momento Jean Cocteau,
seríamos capaces de analizar un texto de Andrés Bello,
una reflexión escondida en páginas amarillentas
de diciembre de 1839, con visión actual, original, fresca.

Descubriríamos una remota relación entre el autor
de nuestro Código Civil y el de «Las bolsas de basura»,
que tuvo que estudiar ese código para recibirse de abogado,
y que ama, según me dijo, la escritura de algunos
de los artículos originales, así como Stendhal,
el novelista de La Cartuja de Parma, amaba la escritura
del Código de Napoleón Bonaparte y lo leía para mejorar el estilo.

Poco antes de viajar desde Europa me reuní en París
con una joven historiadora, ensayista brillante,
de origen marroquí-chileno, ya que pasó
parte de su infancia y primera juventud en Santiago,
y que escribe ahora sobre algunos escritores franceses
«contrarrevolucionarios» con respecto a la revolución francesa.

Me parece recordar que citó a León Bloy,
a Barbey D’Aurevilly, a Joseph de Maistre,
y no estoy seguro de si a Chateaubriand.

Son autores que compartieron a diferentes niveles
el pesimismo de nuestro Andrés Bello,
a veces con pasión desaforada,
y que coincidieron con pensadores
de Inglaterra, de Alemania, de la misma España.

Parece que nosotros, 
en la periferia del mundo occidental,
estamos condenados a lanzarnos
a un reformismo ciego,
por desconocimiento del pasado
más que por otra cosa.

Fanny Arama, la joven marroquí formada en Chile
y ahora instalada en los medios universitarios de París,
escogió a unos pocos autores para desarrollar su tesis,
pero sabe que la crítica de la revolución,
y sobre todo la de sus excesos jacobinos,
se ejerció en toda Europa y en América
anglosajona e iberoamericana
desde fines del siglo XVIII
y comienzos del XIX hasta hoy día mismo.

Desde Honorato de Balzac y René de Chateubriand, digamos, 
hasta François Furet y muchos de nuestros contemporáneos.

Uno se pregunta si Andrés Bello
perteneció a esa especie humana.

Mi impresión, después de repensar muchos asuntos,
de leer miles de páginas, sin excluir las del articulado
del código, es que Bello, frente a los episodios sangrientos
de la independencia de Venezuela y a los excesos
de la anarquía chilena, país al que llegó en 1829,
pensó que una monarquía constitucional
podía ser una solución aceptable.

Después comprendió que la monarquía,
por muchos controles jurídicos que tuviera,
no sería respetada entre nosotros,
y estudió formas republicanas viables,
de progreso efectivo, modernas para su tiempo,
y que evitaban los desbordes anárquicos.

Los iluminados de su tiempo, 
los «magnético-epilépticos»,
como los llamaba el inolvidable 
Arturo Soria y Espinosa, 
lo atacaron en forma furiosa, 
pero los políticos del presente 
y los futuros ministros, 
los que saldrán de nuestro 
cambio de gabinete con suspenso, 
no deberían desdeñar la lectura 
de un clásico de este lado del mundo.

Porque hemos tenido a pensadores de profundidad,
de vasta cultura, de magnífica escritura, aquí,
en Argentina, en el Perú, el Brasil, Uruguay, México,
y los hemos tratado casi siempre mal, con desdén,
con resentimiento, con radical sectarismo.

Su lectura les haría bien a los políticos de todo pelaje,
ayudaría a subir la calidad del pensamiento
y de la acción práctica actuales, y sería buena,
por consiguiente, para todos nosotros.

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