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No es ninguna novedad la demanda por derechos. Es signo de nuestro tiempo y de este gobierno el querer redefinirlos y extenderlos a cuantos lo demanden. Para ello se ha estado haciendo un esfuerzo sistemático de concientización. Valga de ejemplo el reciente lanzamiento de “Yo opino, es mi derecho”, la campaña del Consejo Nacional de la Infancia cuyo video promocional recoge “opiniones” de niños y adolescentes a fin de demostrar que también hay que escucharlos. Un propósito inobjetable a primera vista, que sin embargo admite aprensiones legítimas. Cuando se pide a niños sus “opiniones” para dar a entender que las tienen, sea en una sala de clases, para qué decir en un video publicitario, ¿qué tanta manipulación hay en juego? Niños y borrachos puede que digan siempre la verdad, conforme, supongamos que el refrán es cierto, pero de ahí a convertirlo en política de Estado -admitámoslo- suena temerario.
Está también el problema de la factibilidad. Empezamos a extender derechos como otros países, sin sopesar nuestro desarrollo económico y cultural para hacerlos efectivos, y seguro que tenemos un lío. Más de la mitad de los artículos de la Constitución venezolana se refieren a derechos (129 de 350). “Yo dudo que haya ciento veintinueve derechos”, afirma el constitucionalista Gastón Gómez en Diálogos constitucionales, un libro del CEP recién aparecido, clave para entender esta discusión.
Según Hans Magnus Enzensberger, habría una solución a este deseo insaciable de empoderamiento, la de los gobiernos que terminan volviéndose totalitarios: comienzan ofreciendo de todo a humillados necesitados de reconocimiento político y social “pero todos ellos cumplen sus promesas negando a todos por igual dicho reconocimiento”. De la oferta populista al totalitarismo hay un paso. A Enzensberger también le preocupa el reivindicacionismo en un contexto de “guerra civil molecular” propio de nuestras urbes. Hay muchos perdedores dando vueltas, seres que se sienten superfluos, con tendencias autodestructivas. Creen tener derecho a todo y como sea. Lo ocurrido en Valparaíso es un triste ejemplo de cómo se pervierte el asunto si sólo nos atenemos a “derechos”. Aparece gente creyendo defender su “propiedad” (un derecho) contra otros quienes dicen ejercer su “derecho a expresión” y líbrenos de estar entremedio de las balas. Según el senador Alejandro Navarro la culpa es de nuestra Constitución que favorece la propiedad, no los derechos humanos.
La demanda de derechos da para todo. Según el senador Jaime Quintana la salida de Peñailillo se debió a un complot de la “aristocracia política” contra un advenedizo. Peñailillo sería como Julien Sorel, el personaje de Stendhal. Alcanza a saborear el éxito del poder, pero “los poderosos de siempre” (recordemos ese otro video del gobierno) lo acaban. No es que haya caído por su propio peso; le vedaron su “derecho” a estar en el poder. Que mansa confusión la de Quintana y Navarro. Las balas y el poder empoderan (valga la tautología) pero no dan derecho.

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