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El Mensaje de Chile




El Mensaje de la Presidenta tuvo un tono de cosecha de lo positivo que con todo han dejado meses tormentosos en confianza pública. Si bien no se percibió una estrategia concreta para cada uno de los proyectos, nada más de lo que se sabe, el tono general infundía algún optimismo necesario en estos momentos. En el anuncio de un proyecto de nueva Constitución no se puede desconocer un aire distinto, que quizá permita vigorizar el alicaído ambiente público. Una cuota de realismo y unidad se desprende de la idea de "un acuerdo político amplio", de que no se pretendería un borrón y cuenta nueva.

No obstante, una sombra de falsedad sigue flotando en el ambiente, entre otras cosas porque una fórmula política como la de la Nueva Mayoría, que afirma responder a las demandas expresadas por la población, desconoce que el tema constitucional está en el penúltimo lugar de 16 en las preocupaciones de la población (Encuesta CEP). Sigue latente el antiguo sofisma de que son las leyes las que construyen la realidad política, y no a la inversa, un señuelo muy latinoamericano, la parte pletórica de falencias de nuestra civilización.

No puede ser más cierto que el origen de la Constitución de 1980 la hacía contrapuesta a su propia legitimidad; entre otras razones porque el plebiscito de ese año, al revés del de 1988, careció de las condiciones de un acto electoral bajo Estado de Derecho. Sin embargo esta Constitución se transformó con la práctica, con las reformas plebiscitadas de 1989, y después un largo rosario hasta el 2005 e incluso después. Porque la Carta de 1980 no nació del todo de un vacío, sino que también de un debate instalado desde los 50 del siglo pasado, del que sus portavoces fueron -con distintos o muy distintos acentos- Carlos Ibáñez, Jorge Alessandri, Eduardo Frei y Salvador Allende. ¿Qué se quiere decir? ¿Que desde 1990 se ha vivido bajo una Constitución no democrática y los gobiernos han ejercido sus atribuciones de manera no democrática?

Cierto, en 1980 yo mismo creí que al final el proyecto constitucional se iba a ir a pique. No sucedió así. ¿Por qué? Porque entre 1985 (Acuerdo Nacional) y 1989 (nuevo plebiscito, elecciones generales) hubo un verdadero reencuentro de los chilenos, un estallido de la paz. Se construía desde lo que ya había, que en una parte era consecuencia de los debates de los 50 y 60; se sometía a reformas creativas al andamiaje constitucional, al lado del cual el mentado binominal es una especie de Trauco al que se culpa de todo.

La historia de Chile bajo dos constituciones anteriores -una historia imperfecta, bastante mejor que otras del barrio- no fue muy diferente. La aprobación de la de 1833 y la de 1925 no pasaría la prueba de la blancura ahora exigido. Ambas, sin embargo, surgieron de una experiencia meditada. La de 1833 fue transformándose por la práctica antes que por reformas heroicas; ni los 10 mil muertos de 1891 la modificaron un ápice. La de 1925 era un compromiso entre la nostalgia por lo construido durante la república portaliana, y los requerimientos democráticos del Estado del siglo XX. No fracasó en sí misma, sino que debido a la guerra civil política que al final se desencadenó.

Donde perdura el orden democrático, no se vive redactando nuevas constituciones. Se debate eso sí su alcance y las posibles reformas; es parte de la vida republicana. Ahora en Chile, en vez de reformas, parece inevitable pensar en una renovación que sea análoga a una nueva Constitución. Será fecunda si es hija de la experiencia propia y ajena acerca de los alcances de una democracia, que perdura y hasta pueda ser un modelo, y no un juego de ilusión. Es el Mensaje que nos transmite la historia de Chile.

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