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3 columnas: 1. Fernando Villegas, La Tercera/ 2. Héctor Soto, La Tercera, 3. Juan Andrés Fontaine,


                                  todas del domingo 17 de mayo de 2015


Saliendo de la mal ventilada capilla donde han estado velando todo el año el descompuesto difunto de su otrora indiscutida hegemonía, el lunes, a eso de las 10 de la mañana, los poderes fácticos al fin aspiraron profunda y golosamente una dosis de aire puro. La trajo la noticia de que Hacienda estaría a cargo de don Rodrigo Valdés. Si acaso el alivio no alcanzó para algazara, se estuvo bien cerca de eso. Un caballero habitualmente sentado a la diestra de Dios Padre en la mesa del poder nos comentaría por teléfono y casi con entusiasmo el currículo del nuevo ministro:
-Fue representante de Chile en el FMI, estuvo en el departamento técnico del Banco Central, sabe mucho de macroeconomía, de políticas financieras y monetarias, en breve, es un excelente economista….
Y agregó:
-El mercado lo recibe con optimismo…
Es probable que en los dispersos -o quizás ya en estampida- círculos políticos de la derecha la nominación de Jorge Burgos a la cartera de Interior suscitara, en los mismos momentos, parecidos co- mentarios de alabanza y contentamiento. Burgos es figura respetada, hombre experimentado en trajines, escéptico de las narrativas épicas y mucho más cercano a los caballos del Hipódromo y el Hípico que a las retroexcavadoras del locuaz Quintana. Burgos y Valdés conforman un dúo de tal naturaleza que este señor concluyó la conversación con un contundente final:
“Ha sido el triunfo de la Concertación”.
A esas cuentas alegres se sumó, al día siguiente, buena parte de la prensa, incluyendo columnistas de nota. Se mentó con profusión -expresión archimanoseada- eso del “segundo tiempo”. Se habló del “nuevo gabinete”. Se les dio el beso del adiós a los “chasquillas”. Por poco no se anunció una refundación o se dijo “en el principio era el Verbo”.
Ya el miércoles se comenzó a notar que no sería tan así…
Oleado y sacramentado
La reacción de moderado júbilo es entendible. La derecha, los empresarios, los opositores independientes, algunos analistas y el número en acelerado aumento de los apóstatas de la NM, quienes han estado viendo la luz con cada nuevo fracaso de la intuición presidencial, han vivido tanto tiempo en las tinieblas del pesimismo que aun el tembloroso chisporroteo de un fósforo les parece el triunfal resplandor de un amanecer de película. De ahí que siquiera por 24 horas se hicieran la ilusión de que el nuevo gabinete “podría” señalar un cambio de rumbo. Pensaron, ese dichoso lunes de festival, que habría chances de llegar a acuerdos y exorcizar la revolución hasta ahora pacífica y diet -pero revolución a fin de cuentas, qué otra cosa es cambiar sustancialmente cinco sistemas institucionales- en marcha en nuestro país. Estos fugaces creyentes tuvieron y tienen su opuesto en los fundamentalistas de izquierda, a quienes los arrebatos les duran más. Para ellos toda “indicación” que se les haga en el Congreso o en La Moneda a los proyectos originales es un triunfo del “gatopardismo”. Así es, con un miriñaque literario, que un popular sociólogo de la Joven Izquierda cataloga todo desvío e interacción con los detestables momios.
Estos últimos, los amigos del “avanzar sin transar”, representan un tipo humano siempre presente en estos procesos al mismo tiempo revolucionarios y generacionales; es, multiplicada por miles, la estampa pintoresca del joven combatiente de calle o de paraninfo o de testera evaluando el establishment como intrínsecamente perverso, irrecuperables a los incumbentes del poder y privilegio, absoluta la injusticia, intolerable la desigualdad y deseando, “ahora sí que sí”, instalar alguna nueva variedad del “hombre nuevo”.
Los del polo opuesto, quienes el lunes casi descorcharon botellas, representan también un rol repetitivo en la recurrente farsa humana: el del patético “moderado” haciéndose la esperanza de que un proceso de este tipo puede detenerse en seco cuando “ya ha sido suficiente”.
Ambos extremos se van a desilusionar. En lo esencial el tranco y dirección de las “transformaciones profundas” en tonalidad de Si bemol Menor de la señora Presidente está oleado y sacramentado.
Cuentas del Capitán
De ahí que las cuentas provisoriamente alegres sacadas por la derecha no tuvieran fundamento. Las hicieron porque precisamente para fomentar esas creencias se crean estos gabinetes anestésicos. Si algo harán los recién llegados es cumplir el rol del segundo cirujano que en el quirófano cierra el cuerpo DESPUES de la operación. La reforma tributaria es cosa ya zanjada, la reforma al financiamiento de la educación también lo está y las reformas a la legislación laboral siguen su curso, como ya lo advirtió Ximena Rincón, la abnegada -en versión mejorada- Sor Teresa de Calcuta de la Revelación Programática. Y lo que está todavía en el aire será votado por el Congreso, no por el gabinete.
Cierto es que los nuevos ministros y el cambio de talante de la Presidenta, la cual ha aterrizado desde la postura mesiánica a la de mamá con problemas, pueden tener influencia en la marcha de los asuntos. Consultado por los detalles, nuestra fuente y emisario del capitalismo nos informó que un ministro de Hacienda dispone de muchos botones en el manejo del gasto fiscal, la política monetaria y otros ítems de similar importancia; del mismo modo, bajo los auspicios de Burgos, pueden esperarse gestos que mejoren la relación del gobierno con sus propios partidos y hasta con la oposición. Pero aun así, no lo olviden, tras las caras afables de Valdés y Burgos pululan semblantes menos complacientes. El PS ya comenzó a vociferar y no para nada el PC manejará ahora, a través de sus nominados en ciertas reparticiones, el gran Ministerio del Clientelismo conformado por organismos públicos que atienden a los jóvenes, el Ministerio de la Mujer, la división de organizaciones sociales, el servicio para el adulto mayor, juntas de vecinos, etc., o en otras palabras, todos los dispositivos básicos para el tipo de control y gestión de favores y obligaciones territoriales y sectoriales que requiere un régimen con instintos populistas.
De ahí que la dupla Burgos-Valdés y su distinta semántica y gestualidad no afectará mucho el rumbo de la nación. Ni siquiera ocurriría si lo desearan. No se gobierna con los Andrade, los Navarro y los Quintana sin efectos gravosos; no se envalentona y empodera a ciudadanos comunes y a miles de estudiantes, estos últimos con tiempo de sobra para “hacer los cambios”, sin que tenga conse- cuencias; no se instala la idea de que el lucro es satánico sin que haya repercusiones; no se hace la vista gorda con los atentados en La Araucanía y se evacuan expresiones de apoyo y “comprensión” ante dichos actos sin que pase nada; en breve, no se destapa impunemente la botella que contiene al genio de la revuelta, el desprecio al orden social y el afán de removerlo a toda costa.
Maquillaje
Sumando y restando cabe colegir, entonces, que muy probablemente el cambio de gabinete sólo suavizará los conflictos innecesarios traídos a escena por torpeza e inexperiencia de los antiguos titulares, pero nada más. Puede también esperarse que haya mejor lubricación en los engranajes del poder y la imagen del gobierno mejore… siempre y cuando no se desencadenen nuevas consecuencias judiciales de los hechos ya conocidos. Nada de todo eso modificará la agenda, el programa, la voluntad presidencial, el clamor de los estudiantes, la presión de los comunistas, la expectación de los chilenos más pobres, la de los deseosos de cobrarse venganza, los susurros de los consejeros, etc.
El test del grado de cambio o de porfía del gobierno será el anunciado proceso constitucional. Si es puesto en marcha a todo evento se probará que el cambio de gabinete obedeció exclusivamente a la necesidad de lavar la cara impuesta por la crisis; si el tema se posterga con toda clase de especiosas justificaciones -no se puede cerrar la puerta de golpe-, se probará que la Presidenta experimentó algún cambio y/o que el ejercicio del nuevo gabinete se probaría como suficiente para embotar el filo del radicalismo de izquierda. Está por verse.
2

El clima de alivio -porque fue más eso que satisfacción- que siguió a la designación esta semana del nuevo gabinete no despeja enteramente el horizonte ni tampoco resuelve todas las preguntas sobre lo que este gobierno quiere ser. Todo lo contrario: a las viejas preguntas sobre el liderazgo de la Presidenta de la República, el reciente ajuste ministerial agrega otras nuevas. De partida, no está en absoluto claro el nivel de convicción con que la Mandataria despidió al antiguo equipo político y constituyó uno nuevo. ¿Por qué lo hizo? ¿Porque la economía estaba trancada, porque las encuestas le decían que de seguir así su gobierno iba al despeñadero o porque la hemorragia en el apoyo al gobierno de importantes sectores de la clase media se había vuelto crónica? ¿Acaso la Presidenta vio súbitamente la luz, pasando de la épica refundacional con que majadereaba el antiguo equipo político a un discurso bastante más moderado y pragmático, como el anunciado por sus ministros en la actualidad?
Tampoco es que el nuevo gabinete esté empeñado en girar en U. La idea de las nuevas autoridades, más bien, es reinstalar en La Moneda tres cosas que en honor a la verdad habían sido expurgadas del libreto oficial: el sentido común, la noción de que los cambios no pueden hacerse desde fojas cero, sino a partir de lo que el país ha conseguido y no debe perder y, tercero, la idea de que para llevar a cabo las reformas son preferibles los argumentos a las aplanadoras.
Nunca sabremos cuán cómoda se siente la Presidenta en el nuevo esquema. A lo mejor, efectivamente, advirtió que con la conducción de Peñailillo no sólo se estaba yendo al diablo su gobierno, sino también el país. Y en una decisión que no debe haberle sido fácil, porque hay sentimientos comprometidos y complicidades forjadas a través de varios años, dio un golpe de timón hacia la moderación que la hace romper políticamente con el círculo que la rodeaba y la obliga a olvidarse por un rato de sus aspiraciones más izquierdistas, que fueron las únicas que alcanzó a explicitar en su primer año de gobierno.
Un giro así puede ser visto desde muchos prismas. En lo mínimo, puede ser visto como oportunismo puro y duro. Pero, en lo máximo, puede también ser reconocido como un gesto de grandeza propio de estadistas.
Hay un ejemplo de lo primero que es clásico. Cuando Lenin el año 21 adoptó la Nueva Política Económica, que salvó por unos años a las empresas chicas de los programas soviéticos de colectivización, no lo hizo porque estuviera convencido de las ventajas del sistema capitalista. Lo hizo para que Rusia no acabara por morirse de hambre a raíz de la destrucción de la agricultura por parte de los bolcheviques.Siempre se entendió que lo suyo era apenas un repliegue táctico. Ocho años más tarde, cuando Lenin ya había muerto, Stalin volvió a la ortodoxia y la NEP concluyó. El Kremlin nunca había creído en el plan, pero le sirvió para ganar tiempo.
Suele haber grandeza, en cambio, cuando el estadista toma en función de los intereses del país decisiones que le duelen o que le son a contrapelo. No fue fácil para De Gaulle que Francia renunciara a Argelia. No fue fácil para Mitterrand reprivatizar los bancos que él mismo había nacionalizado en los inicios jacobinos de su administración.
Sin embargo, no es la ruptura con los deseos o las convicciones propias lo que define la naturaleza del estadista. Con mucho mayor frecuencia es la impopularidad, el coraje de tomar una decisión resistida pero necesaria para el interés nacional. En eso la Thatcher, quizás si la figura política más atada a sus convicciones del último medio siglo a escala mundial, dio lecciones soberbias de intransigencia y tozudez. Miradas en retrospectiva, algunas de sus decisiones parecen hoy inverosímiles, como el momento en que resiste doblegarse a la huelga de hambre de los presos del IRA o a la huelga de un año -sí, un año- de los mineros del carbón. Hoy, la Dama de Hierro podría ser el anacrónico símbolo de una noción de la política absolutamente desconectada con la empatía de la gente. Sin embargo, ella conectaba y fue por eso que ganó tres elecciones generales consecutivas.
¿Hay impopularidad en el reciente cambio de gabinete de Bachelet o más bien lo impopular era mantener a Peñailillo y su pandilla? Por cierto que a los manifestantes que salieron a protestar el jueves por la Alameda el cambio de gabinete les gustó poco y sospechan que hay gato encerrado o franca claudicación revolucionaria en los nombramientos. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que el país dejó de coincidir con los dirigentes estudiantiles, desde que ellos prefirieron fugarse a un anarquismo antisistémico de muy escaso rating en la ciudadanía.
Al final, la política en el día a día también es un ejercicio de sobrevivencia. El fuego de las convicciones sirve para orientar, pero hay veces en que las realidades son incombustibles y hay veces en que también las circunstancias, por puro pragmatismo, recomiendan apagar las lámparas de la fe. Nada es tan absoluto en estos dominios. Todo es cuestión de grados, de énfasis, de matices, de prudencia. Es difícil saber qué es peor. El puro convencimiento conduce al fundamentalismo. El puro oportunismo hace del político una veleta que siempre estará girando según la dirección de los vientos que soplen en el momento. Bachelet ya cambió una vez: la que volvió el 2014 no es la misma que se fue el 2010. Ahora de nuevo.
Las dos imágenes, en todo caso, son potentes. La de Bachelet negándose a sí misma, abdicando a lo que cree o prefiere, para salvar a su gobierno. Y la de Bachelet sacándose una máscara de izquierdismo trasnochado que quizás nunca le gustó.
De nuevo: a lo mejor nada es tan así. Pero el misterio continúa.
3
El estilo más amigable y dialogante que exhiben los nuevos ministros sin duda ayudará a mejorar el clima económico y político, tan convulsionado en días recientes. Pero lo que el país requiere con urgencia es que la Presidenta Bachelet imprima nuevas prioridades a la acción del Gobierno. El próximo 21 de mayo puede ser la ocasión propicia.

La misión de las nuevas autoridades es reconstruir la confianza. El frenesí reformista desatado el año pasado hundió las expectativas de empresarios y consumidores, frenó la marcha de la economía y echó por tierra la popularidad del Gobierno y su programa. Luego, las revelaciones sobre negociados y financiamiento irregular de actividades políticas desataron una ola de desconfianza. Si el país no recobra la fe en sus instituciones, sus líderes y su futuro económico, las consecuencias las pagaremos todos.

En el terreno político, la preocupación inmediata del nuevo equipo habrá de ser dar garantías que las investigaciones sobre las malas prácticas políticas -aunque involucren a sus partidarios- siguen adelante con rigurosidad e imparcialidad. Las dudas que han dejado las actuaciones del Servicio de Impuestos Internos -vacilantes y sesgadas- deberán ser despejadas con prontitud. Pero lo más determinante para el restablecimiento de la confianza será, en mi opinión, precisar y asegurar que el "proceso constituyente" anunciado por la Presidenta se encauzará por la vía institucional vigente y no dará lugar a un aluvión populista.

La mano del nuevo ministro de Hacienda se probará en la tramitación de la reforma laboral. El desafío será resistir las presiones interesadas de la CUT, encontrar en el Senado cómo moderar los aspectos más críticos del proyecto -que concede a los sindicatos el monopolio de las negociaciones colectivas y endurece mucho las huelgas- y avanzar con más convicción en la adaptabilidad negociada de jornadas y descansos. En seguida habrá de levantar las expectativas de crecimiento con una batería convincente de medidas que destraben las inversiones y estimulen la productividad.

Pero los obstáculos que enfrenta el nuevo equipo son formidables. La retórica de la retroexcavadora caló hondo y sus adherentes están activos. Es fácil confundir el bullicio de las protestas callejeras con las demandas de la mayoría. Es tentador creer que la economía puede volver a crecer tan solo insuflándole más gasto público o expansión monetaria, como si el alza de la inflación no fuese ya una amenaza real. No habrá receta fiscal que funcione si el país no vuelve a creer que sus autoridades son honestas y que su primera prioridad económica es crear más y mejores oportunidades de progreso para todos. Más allá de las diferencias políticas que nos separan, mi deseo es que el nuevo equipo tenga éxito.

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