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No vale la pena

KENNETH BUNKER, Chilean President Michelle Bachelet speaks at the US Chamber of Comme



Hace un año Michelle Bachelet hizo historia al ser la primera presidente en retornar a La Moneda desde la vuelta de la democracia. Comenzaba su gobierno con dos precedentes especialmente auspiciosos. Primero, regresaba con el porcentaje de votos más alto desde la vuelta a la democracia, lo que demostraba su popularidad entre las personas que regularmente participan en política. Y segundo, volvía con el contingente legislativo más poderoso desde la transición, lo que marcaba una alta probabilidad de que pudiera cumplir con su agenda legislativa.  
Para los votantes de la centro-izquierda la inauguración del nuevo gobierno de la Presidenta Bachelet marcó el comienzo de un nuevo Chile. Para ellos, su popularidad  y la potencia de sus fuerzas en el Congreso garantizaban los cambios. Por primera vez un presidente de la coalición de centro izquierda tendría el poder unilateral de ejecutar su agenda sin tener que ceder terreno a los vetos institucionales de la oposición. Simpatizantes de la centro-izquierda juraban que sería una cosa de meses para que se aprobaran la reforma tributaria, la reforma electoral, la reforma educacional y la reforma constitucional.
Aun con esa confianza, fue una sorpresa cuando las reformas efectivamente se empezaron a aprobar. En septiembre de 2014, tras cuatro meses de tramitación legislativa, se aprobó la reforma tributaria (con el objetivo de aumentar la recaudación fiscal); en enero de 2015, tras siete meses de tramitación legislativa, la reforma educacional (con el objetivo para poner fin al lucro, al copago y a la selección), y en el mismo mes, pero tras ocho meses de tramitación legislativa, se aprobó la reforma electoral (con el objetivo de terminar con el infame sistema binominal).
En pocas palabras, la Presidenta y su gobierno cumplieron.
Ahora bien, a diferencia de lo que parece, la popularidad de la Presidenta y el poder de su contingente legislativo no han sido del todo positivos.Al ser un gobierno con una alta prospectiva de éxito, Bachelet ha tenido que lidiar con la soberbia de su coalición. Al tener los votos suficientes para pasar varias de las reformas, los legisladores de gobierno erróneamente optaron por transitar por el desconocido camino unilateral antes que la conocida ruta de los acuerdos. La decisión inevitablemente creó efectos secundarios que impactaron a la gran mayoría de los chilenos.
La estrategia legislativa es evidencia de lo anterior.
La Presidenta y su gobierno legislaron con furia y pasaron leyes a destajo. Interpretaron el apoyo en las urnas como un cheque en blanco. No se detuvieron a pensar en los efectos secundarios. Desde un punto de vista económico, lo anterior inevitablemente les pasó la cuenta.La agenda legislativa generó incertidumbre, y la incertidumbre provocó una caída en el crecimiento (la más baja desde 2009) y un aumento en la inflación (la más alta desde 2009). Como consecuencia adicional, según varios economistas de la plaza, se frenó la tendencia a la baja en la tasas de desocupación.
El manejo político no fue mejor. El holgado margen de poder, que habían concedido las elecciones, rápidamente se transformó en un espacio de desorden. Bachelet perdió control sobre su coalición. Los jugadores de veto, que normalmente provenían de la oposición, surgieron dentro de los partidos del oficialismo. Como tal, Bachelet se transformó en el principal blanco de críticas provenientes dentro de su propia coalición. Lo cual no sería un problema si no fuera por el hecho que las molestias se ventilaron periódicamente por la prensa.
Tampoco sería un problema si la Presidenta hubiera logrado controlar situaciones que sí dependían exclusivamente de ella. Pero en esto también ha sido deficiente. Un ejemplo claro es la manera que enfrentó las complicadas situaciones que se desencadenaron tras las desubicadas palabras del embajador de Chile en Uruguay y el negocio de su nuera en el caso Caval. En ambas situaciones, la Presidenta tenía facultades exclusivas para actuar y no lo hizo. En el primer caso, decidió mantener al polémico embajador, y en el segundo actuó con torpeza y lentitud.
Nada de esto ha pasado desapercibido. Todas las encuestas muestran una caída en la popularidad de la Mandataria. Tras un año en La Moneda, la encuestadora Adimark muestra una caída en su popularidad  de 15 puntos (de 54% a 39%). De forma similar, la encuestadora Plaza Pública Cadem muestra una caída en la popularidad presidencial de 18 puntos (de 52% a 34%). Ambas encuestas muestran caídas significativas en las expectativas relacionadas con el estado de la economía, el apoyo a las reformas estructurales centrales, y la capacidad de poder manejar situaciones de crisis.
Parece inevitable sacar en limpio que la visión de largo plazo del proyecto de Bachelet tiene costos a corto plazo. Aunque correlación no significa causalidad, pareciera evidente que las reformas han tenido un costo significativo sobre el manejo económico y político de la Presidenta y su gobierno. Aunque algunos cambios recientes han buscado enmendar esa ecuación, los índices de popularidad siguen a la baja. Si la pregunta es si los chilenos piensan que los beneficios a largo plazo relacionados con las reformas superan los costos a corto plazo, la respuesta pareciera ser que no. Que no vale la pena.

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