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Dormir para siempre

JORGE ACOSTA, 



Esa fue la petición de Valentina, una adolescente de 14 años que interpeló por las redes sociales a la propia Presidenta Michelle Bachelet. Pedía su autorización para recibir una inyección que pudiera poner fin a su vida y con ello terminar con el cansancio de sufrir Fibrosis Quística, una enfermedad genética potencialmente mortal y que daña principalmente a los pulmones.
Sin mediar aviso, la eutanasia se instaló en la sobrecargada agenda de finales de verano. Esta vez, con características muy particulares.
Si se revisan los argumentos para solicitar la muerte como tratamiento, la mayor parte de las veces se han conocido casos deenfermedades terminales (con pronóstico fatal relativamente próximo) o situaciones de sufrimiento de dolor físico extremo intratable (condición más bien rara, producto del avance de la ciencia médica en la analgesia). En estos escenarios se demanda la eutanasia como medio para no prolongar innecesariamente las postrimerías de la vida o para evitar que se perpetúen dolencias físicas. Para ambos contextos, hay contraargumentos potentes que no alcanzo a desarrollar acá.
Distintos a los anteriores, más emblemáticos, son los fundamentos del caso actual: esta vez se apela directamente a la compasión frente a la angustia existencial, la pérdida del sentido de la vida y el agotamiento personal y familiar padecido luego de la lucha diaria contra una patología crónica irreversible, que se extiende por más de una década.
Más allá de la otra arista interesante de discutir –que tiene que ver con la edad de la paciente-, lo más relevante en este caso es si se justifica administrar la eutanasia a un enfermo no terminal (en promedio, si reciben adecuado tratamiento, las expectativas de vida de una persona con Fibrosis Quística es de 37 años) que la solicita por sufrimiento psicológico (que puede estar originado por sufrimientos físicos).
La situación se parece mucho a la que vive un paciente con depresión severa que cree firmemente que la solución de sus problemas es no seguir viviendo. En ese sentido, es fácil de imaginar que no tendría apoyo una iniciativa que justifique la eutanasia en contexto de depresión.
Pareciera ser que el remezón que genera Valentina –y que ya lo ha hecho antes su familia, como cuando hace 5 años sus padres ofrecieran “regalársela” a Madonna para que se tratara en USA- está más cerca de una petición desesperada de ayuda que de una decisión irreversible. Freddy, su padre, volvió a hablar de esperanza luego de la visita de la Presidenta Bachelet en el hospital.
En ese sentido, es destacable la adecuada respuesta del Gobierno frente a esta situación. Al día siguiente de conocerse el caso, el vocero Álvaro Elizalde aseguró claro y categórico: “El Ministerio de Salud está en contacto con su familia y se le va a proporcionar todo el apoyo afectivo y psicológico, y el tratamiento médico para mejorar sus condiciones de vida”.
Esa debiese ser siempre la respuesta frente a dilemas bioéticos tan complejos como este: apoyar a las personas que sufren, no dejarlas solas, acoger sus llamados de ayuda y contribuir deliberadamente a mejorar su calidad de vida. Esta es una respuesta que no llena titulares, pero sí contribuye a volver a dar sentido a la vida y calmar la angustia por la muerte, el dolor y la soledad.
A diferencia de la eutanasia, esta sí que es una solución al problema, es respetuosa de la dignidad humana y eminentemente pro-vida. Felicitaciones al Gobierno.

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