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Cristales rotos

HÉCTOR SOTO, bachelet....

El personalismo es el gran psicotrópico de la política: todo va directo a la vena...El resultado de los escándalos políticos y económicos recientes ha pulverizado la cristalería de la confianza pública...Ahora se dan cuenta de que Peñailillo no es Churchill. Tarde lo vienen a advertir. Se diría que faltan figuras experimentadas y de tonelaje, gente con la cual la opinión pública puede conectarse de verdad, al margen de las vanidades del delantal, el jopo o el rating...‏


Digamos las cosas como son. Tuviera o no tuviera Sebastián Dávalos oficina en La Moneda, el caso Caval de todos modos iba a dañar a la Presidenta Bachelet. El hecho de desempeñarse como director sociocultural de Palacio agrava las circunstancias, pero la gravedad de los hechos es anterior. El escándalo era inevitable. En Chile no hay una tradición de enriquecimiento personal o familiar asociado al desempeño de responsabilidades políticas o cargos públicos. No somos de esos países donde el patrimonio de la familia presidencial se multiplica a tasas asombrosas y basta recordar la asimetría con que la opinión pública chilena reaccionó al enterarse de las cuentas en el exterior del general Pinochet. Fue una reacción severa, inmediata y de fuerte carga emocional, incluso de parte de sectores que habían hecho la vista gorda por años a las violaciones de derechos humanos de su gobierno.
Lo más doloroso para la Mandataria y la Nueva Mayoría es -primero- que la discusión actual se inscribe en ese contexto político y moral y -segundo- que los hechos recientes son irreversibles. Bachelet va a tener que cargar para siempre con este episodio, por mucho que contraríe el discurso igualitarista de toda su vida y el propósito de sus planes de gobierno. Su silencio frente a los desafueros del hijo pueden explicarse por su condición de madre. Pero desde la perspectiva política -harto más cruda e insensible a los afectos personales- el verdadero drama está en que ese silencio tiene mucho de complicidad.
La cátedra está dividida en cuanto a si cabía esperar de ella otra reacción. La gente es como es y eso se pone de manifiesto sobre todo en los momentos críticos. Lo demás es épica.
En todo caso, fue la tormenta perfecta. Un negocio impresentable, un conflicto desgarrador entre lealtades familiares y políticas y un gobierno extremadamente personalista, cuya fortaleza provenía básicamente de la supuesta inmunidad del liderazgo presidencial. La convergencia de estos tres factores es lo que ha dejado al desnudo una inmunidad que no era tal. Lo que se veía como fortaleza en realidad era debilidad, sobre todo el frente político del gobierno. Esta es una administración que prefirió no tener fusibles y que al tomar esa opción está haciendo recaer sobre la propia Mandataria los efectos asociados a este brutal golpe de corriente. Para qué insistir en que el cortocircuito no venía de la oposición, sino del interior de su propia familia.
Por eso, y porque la propia arquitectura de la administración deja poco espacio para acotar y compartir tanto las responsabilidades como las tareas, la discusión que se ha planteado respecto del rol que jugó Interior en este episodio bordea los límites de la contradicción, la imposibilidad y el eufemismo. Un ministro del Interior cuya autoridad y poder no provienen sino de la Presidenta tiene efectivamente poco margen de acción para manejarse en los asuntos donde son la Presidenta o su familia los implicados. Podrá aconsejar, alertar y prevenir, pero vaya que es difícil que pueda disentir. Por lo mismo, hay una cierta descolocación metafísica en algunos dirigentes de la Nueva Mayoría cuando ahora se dan cuenta de que Peñailillo no es Churchill. Tarde lo vienen a advertir. Tampoco sirve de cortafuegos un gabinete que la Mandataria eligió en función de puras lealtades personales y que a un año de gobierno sigue funcionado aterrado ante el riesgo de no ser todo lo incondicional que Palacio quiere. El personalismo es el gran psicotrópico de la política: todo va directo a la vena. Y todo lo que no sea paradisíaco se vuelve finalmente un infierno.
Es mentira que ese caso estalló de un minuto a otro, como las bombas que el anarquismo ha estado colocando en Santiago. El gobierno advirtió con tiempo que la demanda laboral interpuesta por un empleado de Caval podía rebotar políticamente y fracasó si es que se alcanzó a diseñar algo parecido a un plan de contingencia.
No hay novedad alguna en decir que el caso Caval cambiará a este gobierno para siempre. Bachelet no volverá a ser la misma y algo tendrá que hacer para corregir las fragilidades de su administración. Porque la historia continúa. Lo ocurrido demuestra que el personalismo rampante, la práctica de gobernar en círculos herméticos, de investir ministros incondicionales, pero que viven pendientes de los cambios de humor en La Moneda, no lleva a nada bueno y lo único que hace es generar desaprensión y rabia en los partidos. La actual sublevación de buena parte de la dirigencia socialista se explica por este concepto. El momento no está para ajustes menores y contrapesos chicos. No obstante tener tras suyo una coalición potente, hay en el gobierno una patética falta de peso político, de mirada de país, de escepticismo y conciencia acerca de los límites de la política. Porque no todo se puede reformar, no todo depende del programa y también porque la paranoia de la desconfianza como práctica de gobierno es nefasta para las instituciones y el país. Desde afuera -muy desde afuera, hojeando un poco lo que dicen, viéndolos otro poco moverse- se diría que faltan figuras experimentadas y de tonelaje, tipo Insulza, Pérez Yoma, Francisco Aleuy, por dar un nombre de la actual administración. Gente con la cual la opinión pública puede conectarse de verdad, al margen de las vanidades del delantal, el jopo o el rating.
El resultado de los escándalos políticos y económicos recientes ha pulverizado la cristalería de la confianza pública. El accidente pilla al país en mal momento, porque no hay liderazgos políticos fuertes ni tampoco una dirigencia a cargo que sea experimentada. No obstante, tampoco estamos en un descampado o tierra de nadie. En la política, en el oficialismo y la oposición, en los negocios, en las instituciones, en el servicio público y en la sociedad civil, hay gente dispuesta y sana.
Por ahí es por donde habría que partir.

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