por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias,
martes 29 de marzo de 2011
Cada vez es más difícil ensalzar el ocio.
A partir de los años sesenta
hubo dos o tres décadas doradas
para la holgazanería feliz,
con héroes que llegaban
a fatigarse de tanto despotricar
contra el mundo laboral, las oficinas,
las convenciones o la adultez monocorde,
para celebrar una vida disipada,
libre de obligaciones o llena de aventuras.
De esa época hay mil canciones
sobre vagabundos, locos admirables, flores en el pelo,
amor que chorrea en los escritorios,
paseos sin rumbo ni límites horarios.
Hasta el folclor, tan proclive al trabajo,
tuvo su momento estelar de pereza y gula
en una canción que aplaude
la vida de un hombre flojo
que no quiere levantarse
a cumplir sus deberes de pescador,
porque tiene mucha hambre
y lo único que desea es comer curanto
con chapalele, milcao y chicha de manzana.
Pero todo eso se acabó.
Las incitaciones al ocio,
cuando no son demasiado ingenuas,
son chunga recalcitrante, insincera, decadente.
El léxico del ocio feliz ha sido aplastado
por el de la hiperactividad
- "emprendimiento", "innovación",
"dinamismo", "proactividad"-
incluso los pobres han dejado
de ser pobres para llamarse
"gente de esfuerzo".
En ese contexto laborioso y productivo,
¿qué pitos lógicos podría tocar una canción
que proclamara los deseos de un tipo
"Cuando tenga un millón/
cuando seamos ricos/
me compraré zapatos/
te compraré un vestido/
te llevaré al paseo/
donde pasan los gringos/
y compraré una caja/
entera de cigarrillos"?
Uno de los primeros síntomas
del fin de esa época en Chile
me parece que fue la canción
"Muevan las industrias",
de Los Prisioneros.
Antes de eso era impensable
que los jóvenes, y mucho menos
los jóvenes rebeldes,
realizaran un llamado
a reanudar la actividad industrial.
Podían, como de hecho lo hizo
el propio trío sanmiguelino,
protestar rabiosamente por la cesantía
o convocar a los despreciados del sistema
a unirse en un solo baile de perdedores,
pero es muy distinto a exigir
que las máquinas, los motores,
la producción en serie
y todos esos símbolos
de la "deshumanización" del trabajo
volvieran a ponerse en marcha.
La idea de que el ruido de las industrias
forma parte de la memoria sentimental
es tal vez el punto clave:
«los fierros retumbaban
y chocaban en el patio de la escuela/
con cada ritmo que marcaban
dirigían el latido de nuestro propio corazón".
La misma idea del ruido ambiental de la infancia
está presente en uno de los famosos cuartetos
de T. S. Eliot, aquel donde el río es un "dios pardo",
cuyo ritmo, aunque a menudo
lo olviden los habitantes de las ciudades,
está siempre presente en las habitaciones de los niños
y por eso vive dentro de nosotros.
No habría escrito esta columna
si no hubiera sido porque un amigo
me mandó ayer el siguiente mensaje:
"Incatenato a questa scrivania".
Se trata, pues, de una línea de la canción
"Un puntapié a la ciudad", de Domenico Modugno,
que es un verdadero himno
a la más deliciosa y santa holgazanería:
un oficinista "encadenado a su escritorio"
decide un buen día mandarlo todo al diablo,
darle una buena patada a la ciudad
e irse con su amor hacia la dicha absoluta,
libre, lejos, muy lejos del jefe:
«hoy, que trabaje sólo él,
trabaje sólo él, lalalá, lalalá".
Después de escuchar muchas veces esa canción,
uno se pregunta quién se atrevería, hoy,
a cantar algo semejante. Nadie, probablemente.
Sería de mal gusto.
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