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El país gordo (y que opinaria JUAN DIABLO (CÓDIGO UU.GG)

por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias,
Martes 19 de abril de 2011

El bizantinismo de algunas discusiones políticas
tiene, en ocasiones, un grado de cantinfleo tal
que la gente paranoica como uno
empieza a sospechar que detrás de este teatro
están ejecutándose las peores conspiraciones.

Sería razonable esperar que una reforma constitucional
o una ley sobre la propiedad  de los bancos
desatara una tormenta de alta política,
lobby, asesores, telefonazos, coimas, amenazas
y vaya a saber uno qué otros tejemanejes subterráneos,
pero algo no cuadra en el sentido común
cuando esa misma alharaca es suscitada
por la regulación de las golosinas y la comida chatarra.

El gallinero está dividido en dos bandos igualmente neuróticos:
unos cacarean en nombre de los fabricantes de porquerías,
otros lo hacen en nombre de una "debida rotulación",
que según ellos sería de vital importancia
en la promoción de la alimentación sana
y el combate de la obesidad infantil.

Mientras se realiza esa coreografía
de poderes sombríos, intereses comerciales
y pactos internacionales
que obligan a cumplir ciertas normas,
el bienestar de los consumidores
parece estar relegado
a las acequias de la discusión.

Siempre ha habido golosinas en los colegios.

Si me limito a mi experiencia,
no recuerdo un solo día
de mis doce años de escuela
en que los recreos hubieran estado
exentos de azúcar o de grasa.

Afuera, esperando la campana del fin de la jornada,
siempre estuvieron los vendedores de turrones artesanales
y cachitos de hojaldres rellenos de manjar.

Pero asimismo recuerdo
haber sido compañero
de sólo tres o cuatro gordos.

Los gordos eran tan específicos y extraordinarios
que el mote de Guatón no lo llevaba cualquiera,
sino que se ganaba.

Las golosinas estaban ahí,
colgaban a nuestro alrededor
como en las paredes de la fábrica
de Willy Wonka, pero en nosotros
no estaba alimentarnos con ellas,
porque no se nos ocurría
y, aunque se nos hubiera ocurrido,
nuestros bolsillos estaban pelados.

Si teníamos hambre, comíamos
lo que nuestras madres
nos echaban en la mochila.

Si teníamos sed, tomábamos agua.
Las golosinas eran para divertirse, nada más.
Vivíamos en Esparta, parece.

La obesidad tiene muchas causas,
pero culpar a la desinformación es una frescura.

La información es necesaria, desde luego,
pero la gordificación de Chile ha coincidido
con la estupidización del consumo.

Eso a nadie parece importarle.

Los políticos se hacen los suecos o definitivamente
tienen una capacidad de observación muy limitada,
al menos en cuanto a nuestra relación con el consumo.

Al parecer nunca han visto
cuidadores de autos almorzando en la calle,
cada uno con una cocacola de dos litros en el suelo.

Al parecer nunca han mirado
los carros ajenos del supermercado
ni asistido a cumpleaños infantiles,
donde la tartrazina y el amarillo crepúsculo,
maracados con negrita en las etiquetas,
bailan mambo con la glotis de los niños.

En los restaurantes,
les parece lógico y macanudo
que existan menús para niños,
compuestos por papas fritas
a las que sólo les falta hablar
y salchichas pulpito fabricadas
con insondables pellejos de cerdo
y gelatinas que no despintarían
como lubricantes y tapagoteras.

El problema no son las porquerías que comemos,
sino las razones que nos llevan a comerlas
y la historia que ha pasado
entre el país flaco y el país gordo.

La efímera felicidad de las golosinas,
de las chanchadas, del pan o de las bebidas
se ha vuelto triste y monótono automatismo,
mientras suman y suman las cajas registradoras.

Junto con los venenos que comemos,
a la pasadita podrían rotular esa historia,
si fuera posible, claro.

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