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Bertoni time machine

 

Por Álvaro Bisama | Escritor y profesor de Literatura. 07/04/2011  
-Escribo por necesidad. Me deshago, me alivio de las cosas. Los cuadernos son guías. Por lo mismo, Matías Rivas me hizo un gran favor en hacerme ir a Europa de nuevo al querer hacer este libro. La memoria es una gran cosa: el acto de rescatar -dice.
El volumen termina con el golpe de Estado de 1973 y, en uno de sus momentos más brutales, Bertoni describe un ritual mágico con el cual Vicuña le hace vudú a Aylwin y Frei, a Pablo Rodríguez y Sergio Onofre Jarpa. No es un gesto al azar. "¿A quién matamos ahora?/ Silencio/ ¿A Eduardo Frei?", se preguntan iluminados por la luz de las velas, en el taller donde viven de modo ilegal. Es la prefiguración de la tragedia que se viene, un manotazo al aire tratando de exorcizar todo antes de que se vaya al diablo. -Llegué a la casa y creí que la Cecilia estaba haciendo un sahumerio, porque nosotros nos comíamos una hamburguesa a la semana y cada vez que lo hacíamos poníamos incienso, porque eran caras y había que celebrarlo. Yo creí que era eso y no, era un rito para matar a estos sujetos de la dictadura. Estábamos al borde: mi familia era gente de izquierda. Mi madre era militante comunista, andaba con Corvalán de arriba a abajo. En mi calle, a tres casas de la mía, vivía Sergio Onofre Jarpa y venía la brigada Rolando Matus y yo temblaba como una hoja, con diarrea porque alguien les fuera a decir a estos cuicos que más allá vivía una familia de comunistas y ellos llegaran y arrasaran con todos nosotros.

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"Lo mejor del mundo underground europeo es la idea que teníamos de él en Latinoamérica", anota Bertoni. Así, el recuerdo de los diarios sobre Europa es casi siempre preciso e inclemente. Y doloroso. El libro describe la precariedad de las relaciones entre arte y compromiso político, entre realidad y deseo, entre obra y vida.
-De ahí, lo único que me quedó fue el hambre. Nosotros no comprábamos pan normal, comprábamos pan de anteayer. Comprábamos fruta dañada. Comíamos eso y no era una semana, fue todo el tiempo que estuvimos ahí. Por lo mismo, sientes que nunca puedes entrar en ese lugar. Inglaterra era algo infranqueable -dice Bertoni.
Los diarios no sólo relatan el lento declive de la relación de pareja, sino la novela del hambre en que viven, robando libros y comida, sobreviviendo con lo mínimo, pendientes de un mundo que está a punto de explotar.
Por lo mismo, se aferra a su diario porque la escritura es lo único real mientras carece de pudor en su desarraigo y pobreza, en su perplejidad y paranoia, en su miedo y odio: "De noche vivimos rodeados de talleres vacíos de artistas ingleses, holandeses, peruanos, argentinos, checoslovacos. Y rodeados de las escaleras que los unen (...) Sólo un pintor sabe, y no debería saber, que vivimos aquí, silenciosa, ilegalmente. Si lo supiera un estrangulador (vivimos a pasos de Whitechapel Road) sería nuestra ruina (...) Con una sudamericanita y un chileno flaco. Nos darían por todos lados. Nos darían de hachazos. Nos descuartizarían. Y lanzarían nuestras presas por la ventana. Y se revolcarían hasta el amanecer y saldrían desnudos embetunados de sangre y nadie se enteraría de nada".
En este cuadro, sólo se salva el blues. "La música es un delicioso interminable tallarín", anota Bertoni en A quién matamos ahora. En las páginas del diario, suena Aretha Franklin. La voz de Aretha es la luz que impregna el recuerdo: ilumina los rincones del taller de Whitechapel donde duermen clandestinamente con Vicuña o de la casa donde se cruza con Igor, con la mujer de Marlon Brando, con otros artistas perdidos, mientras avanza el 72 y se desploma el 73; mientras roba botellas de leche o aparece después de la medianoche a comer lo que les sobra en un restorán chino, mientras lee y esquiva el hambre, mientras teclea la máquina y piensa en novelas, en un poemario; mientras afina la propia voz y siente el aire frío de una extranjería irremediable.
Mientras, no desea estar ahí y anota: "Terminaré con una enfermedad mental. Estoy aquí, pero vivo en Chile".

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"Preferiría mil veces vivir en La Calera que en Londres", dice Bertoni mientras se pasea por el patio de su casa en Concón, a la hora en que cae el crepúsculo y una brisa helada cruza las calles de arena. Nunca ha vuelto a Europa e Igor es un fantasma que aparece en sus libros y, de cuando en cuando, en la televisión por cable. Su rutina es sencilla, sin estridencia: escribe y transcribe. Pasa a su voz de ahora lo que estuvo anotado en la letra de otro tiempo. Ya no toca música; hace unos años atrás entraron a robar y se llevaron el equipo y los parlantes, se llevaron los discos, se llevaron la conga con la que acompañaba a James Brown cuando lo escuchaba. Por ahora, Bertoni escribe. Rescata recuerdos, acumula, salva las cosas. Los cuadernos están ahí: su vida completa.
-Es literatura desde un boleto de micro hasta La divina comedia, así como cualquier lugar donde haya una letra. Mis últimos cuadernos están casi listos, están impregnados de su tiempo. No sabes el gusto haber salvado esos recuerdos de los archivos. Todo está corregido en la cabeza. Nunca he estado en mejores relaciones con el lenguaje que ahora.

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