Antes nos asistía la seguridad
de que las cosas eran lo que debían ser.
Con o sin justicia había una congruencia.
Ahora la única reacción posible son las lágrimas,
reflejo de haber tocado el punto en que todo
se vuelve misterioso y desconocido.
La tristeza viene de esa incomprensión,
de esa perplejidad más que de haber chocado
contra un muro de causas y efectos.
Todo esto ha sido muy literario:
muy épico, como se suele decir,
pero no en el espacio simbólico
de otras hazañas que guardan
cierta lógica comprensible,
sino más bien en el sentido
maravilloso de la Odisea.
Esta expedición fue, de hecho,
más cercana a un libro de aventuras
que a una fría incursión bélica o deportiva.
La posibilidad del triunfo
era una épica de lo genuino,
de lo verdadero, de lo que
proviene de la infancia.
Es una filosofía de la travesía,
antes que del ganar o perder;
aventurarse y enorgullecerse
de la puesta en escena,
de la nobleza del juego.
¿Para qué?
Para decir
«lo hicimos todo,
lo corrimos todo,
lo arriesgamos todo,
lo pudimos todo
y, sin embargo,
no bastó,
no se logró,
no se pudo».
El triunfo, la gloria,
deben salir de ese impulso,
de la aventura honesta y arriesgada,
del sueño permanente.
Difícilmente la victoria
alcanza la dignidad
de derrotas como ésta.
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Compuesta principalmente
de una adaptación casi literal
de fragmentos de una columna
de Leonardo Sanhueza, condimentada
con una pizca de Jorge Luis Borges.
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