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El Fausto insufrible


Muchos maestros también pecaron de caer en aquel paleteo de singlista, transformando una clase que se suponía para varios, en una tertulia a dúo y aunque al principio siempre se agradecía el dato atildado y la comparación rebuscada, después de un rato lograba desmotivar a la mayoría de los alumnos porque nuestras cabezas, fértiles por aprender, terminaban erosionándose con tanta maleza y paja.
Muchísimo tiempo después y por una equivocación de tipeo, descubrí algo que llaman “Síndrome de Fausto”, un complejo sicopatológico que se define como una bulimia intelectual, una sed al extremo cirrótica de sapiencia, un hambre de conocimientos que se transforma en gula y finalmente en indigestión, como se lamenta don Fausto en el primer acto de la obra de Mister Goethe: “¡Ay! He estudiado ya Filosofía, Jurisprudencia, Medicina y también, por desgracia, Teología, todo ello en profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Y aquí me veo, pobre loco, sin saber más que al principio”.
Tengo un amigo siquiatra con el que pude profundizar sobre el tema, confidenciándome que en su carrera ha tenido tres pacientes con el dichoso problemita y entre sus rasgos más característicos radica el hecho de que por sentirse tan superiores intelectualmente son incapaces de socializar (de pololear ni hablar), ya que no encuentran semejantes para llevar una conversación acorde a su trascendencia. Además, contaba mi amigo, en cada consulta estos sujetos dedican su predicado a evaluar y poner en jaque constante la capacitación del doctor y claro, como son inteligentes, cultos y perspicaces, lograr un tratamiento efectivo resulta más lento que charchazo de astronauta.
En lo que pude observar, mis compañeros narcisistas (aunque estaban lejos de orillar aquella sicopatía) se veían opacos, ansiosos y con esa pena paquidérmica de llevar la negra certeza de que jamás podrían saberlo todo y lo más importante, ninguno era un buen guionista, escritor o poeta. Todo lo contrario, sus trabajos se leían ásperos, empañados, carentes de frescura, espontaneidad y extremadamente preocupados de ser correctos. Inspiraban menos que parada militar porque, al parecer, tanto conocimiento ponía demasiado firmes sus seseras.
En una conferencia para dramaturgos, al finalizar la exposición de un reconocido escritor extranjero, el moderador preguntó a una audiencia plagada del más selecto grupo de actores y escritores chilensis si alguien tenía alguna pregunta, entonces, un famosillo director y actor de teatro y teleserie tomó el micrófono y empezó “hola, soy blablablá, he dirigido tantas obras, ganado un sinnúmero de premios, actuado aquí y allá y creo que lo que usted afirma tiene que ver con esto y lo otro, imagino que las tendencias infieren que pronto blablablá y además pienso que blablablá, blablablá y blablablá”. Cuando terminó, el moderador volvió a preguntar: “¿Alguien más tiene alguna otra respuesta?”. Las risotadas de todos los presentes fueron una efectiva y dolorosa inyección de humildad para el engreído sabelotodo.
En todo caso, con el empobrecimiento cultural que ha vivido el país en las últimas décadas, creo que estamos lejos de que este síndrome arrogante se transforme en plaga, pero lo que sí ya parece una epidemia, es algo que podríamos llamar “Síndrome de Luly” o esa obsesión oxigenada de exponer a través del cotilleo catódico, led o escrito, la vida privada y el conflicto trucho de todo quien viva un mediático minuto de fama. La interrogante es ¿realmente le interesa a la gente o la televisión abierta no es capaz de ofrecer una parrilla de calidad? Pero el hecho de que son demasiados los programas donde los televidentes sólo deben poner a remojar sus cerebros en silicona y botox, para satisfacer esa necesidad impuesta y galopante de saber quién es la modelito con más operaciones o cuál futbolista jugó de titular en el último escándalo y claro, muestra que esto sí ya parece una enfermedad, sólo espero que no sea terminal.

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