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Una columna de opinión relativamente antigua‏



Agua Perra
El teléfono del Demonio 
por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias, Lunes 3 de octubre de 2005


Una mujer que quiero me ha pedido que me compre un teléfono celular para estar "ubicable". Preferiría no hacerlo, dije, pero las preferencias de uno pesan un kilo de plumas cuando las de su mujer pesan un kilo de fierro: mañana a primera hora tengo que adquirir un aparato.

A pesar de mi derrota inapelable, creo tener cierta razón en mis reticencias acerca de la tal ubicabilidad. ¿Quién, aparte del presidente Lagos o del superintendente de Bomberos, necesita ser ubicable a toda hora y en todo lugar? 

Dicen que es algo necesario -a veces "un mal necesario"- ser ubicable, pero yo pienso que no toda la gente es taxista, cardiólogo o prostituta para afirmar con propiedad que su teléfono es necesario. A la mayoría -monja en el metro, vieja en el supermercado, comentarista climático en un bus interprovincial- la necesidad le viene porque el celular es un arma contra el aburrimiento, la soledad, la neurosis, la angustia o cualquier otra piraña que ande mordiéndole la vida: la ubicabilidad, entonces, no es otra cosa que una escotilla para la supervivencia.

En ese sentido, viva el celular: es más barato y causa menos úlceras que un cóctel diario de benzodiazepinas. El problema, creo yo, es que la locura está llegando demasiado lejos y la gente anda hablando sola por las calles y aullando asuntos domésticos que en nada les incumben al resto de los ciudadanos.
 
Una mañana reciente estuve haciendo una fila de tres horas en la municipalidad para ponerme al día en mis cuotas de aseo domiciliario, y poco a poco el resto de los mamíferos allí presentes se encargó de convertirme ese triste panorama en un suplicio chino. ¿Qué puede importarme que una señora Guacolda le eche las papitas bien picadas a la sopa del Matías? ¿Qué injerencia tengo yo en los malos manejos contables de un señor de apellido Aspillaga que apretó cachete con las facturas correspondientes a no sé qué balatas, cardanes y cigüeñales? ¿Y por qué una mujer con olor a crema Lechuga y con aspecto de arrollado huaso o bailarina de schopería de Calama se cree con el derecho de comunicarme que su ex marido es un monstruo y un bruto que les niega la sal y el agua a ella y a los niños sólo por despecho y envidia y mala clase, pues ella no ha querido darle bola desde que supo que el desgraciado tiene una amante y que tal amante es, a diferencia de ella, rota, picante, ordinaria y puta más encima?

Si unas personas un poco más neuróticas que este cronista convocaron hace poco al Día Sin Auto para dejar una tendalada de embotellamientos en homenaje a la bicicleta, nada me impide convocar al Día Sin Llamadas Telefónicas Ajenas A Todo Chancho En Mis Orejas para sentir por un instante que vivo en un país sensato y olvidarme de que en realidad vivo en un país de telefonistas. ¿O me equivoco? ¿Hace alguien otra cosa que hablar por teléfono como endemoniado?

El lugar de paz por excelencia es el baño. Antiguamente se iba allí a leer o a meditar. Hoy se habla por teléfono. Como prueba, contaré que un joven poeta y crítico literario, cuya identidad no será secreto para los perspicaces, tuvo una repentina necesidad digestiva en las dependencias de este matutino y, tras satisfacerla como ser humano, vio hundirse junto al desperdicio su teléfono caído inexplicablemente al retrete. El joven, que no es muy ducho para resolver imprevistos, tiró la cadena: vaya manera de sacarse un peso de encima.

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