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Mudanzas por Jorge Edwards


Diario El Mercurio, Viernes 25 de Abril de 2014
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2014/04/25/mudanzas.asp
Madrid no es París. No hace ninguna falta decirlo. Madrid es informal, ruidoso, amistoso, hispano e hispanoamericano hasta el exceso. Llega un maestro tapicero, conocido de un conocido, y me regala un cuaderno en blanco. Para que haga un manuscrito, me dice, y se ríe para sus adentros, consciente de que la profesión de escritor no es tan seria como la suya. Me sirve la mesa en un bistró de al lado un argentino, campeón de rugby; me da una segunda copa de vino de yapa (como se decía en Chile), y me cuenta que en la cocina hay un cocinero chileno. El salmorejo sevillano, especie de gazpacho más grueso, con pedazos de tocino, que prepara este emigrado de mi tierra, es digno de probarse. Un joven peruano de anteojos, con aspecto de intelectual, que me vende un teléfono, me confiesa que es admirador de Vargas Llosa. Si llegara a verlo por ahí, se desmayaría de emoción. Un colombiano hace arreglos de maestro chasquilla, desde trabajos de computación hasta colocación de enchufes, y dos peruanos bromistas me traen por la escalera del edificio una mesa redonda. Es imposible no acordarse de chilenos y sudamericanos en Madrid: de Augusto D’Halmar, de Carlos Morla, de Joaquín Edwards Bello, de Juvencio Valle. Después de la guerra de España, Juvencio se salvó jabonado. Estuvo en la cárcel de Madrid por “rojo”, y después le permitieron regresar a Chile.
En París hay sudamericanos y siempre los hubo, pero aquí están integrados. Estamos, mejor dicho. Formamos parte de la cultura, del ambiente, del paisaje. Hasta encuentro nombres de calles que también existen en el casco antiguo de Santiago de Chile: la calle Libertad, la calle Orellana. Si fuera poeta, haría una enumeración de nombres de calles.
“Yo creía que te íbamos a ver llegar con un bastón, encorvado y arrugado”, me dice un amigo. Los amigos madrileños son como el pensamiento hablado, no andan por las ramas. “Todavía soplo”, contesto, riéndome, y se escuchan lucubraciones variadas sobre el tema de los años, de la vejez, de las apariencias juveniles. Hay uno que piensa que la juventud se puede conquistar a base de intensas fornicaciones. No cree que los esfuerzos eróticos puedan producir desgaste. Y se citan nombres literarios a favor de una tesis o de la tesis contraria. ¿Juan Benet, don Pío Baroja, don Benito Pérez Galdós, alias “el garbancero”, el profesor Fulano de Tal o de Cual? La risa, las altas exclamaciones, los gestos en la terraza del café Gijón, en una primavera adelantada, dan cuenta de muchas situaciones. Alguien escribe una biografía de Juan Benet y otro se acuerda de historias de Juan Ramón Jiménez. Yo me acuerdo de los cuentos de Lucho Oyarzún, que estuvo alojado en Puerto Rico en la casa de Juan Ramón. El poeta hacía régimen alimenticio, contaba Lucho, y después, con un tenedor que iba por la libre, les robaba comida a sus vecinos de mesa.
Llega un señor mayor, hace un saludo general, me da la mano, puesto que no me había visto en las comidas anteriores, y toma un asiento. No hay ceremonias, presentaciones, explicaciones. La llegada de un señor así, en París, habría causado un pequeño trastorno. Uno habría tenido que recurrir a su tarjeta de visita. Aquí en Madrid no sucede nada. Yo me despido casi a la fuerza, para que el almuerzo de la terraza del Gijón no se prolongue hasta las dos o tres de la madrugada, y las carcajadas siguen estallando en el aire de la tarde, entre los remolinos de la brisa. Me asomé hace pocos días a un lugar que se llama “Dry Martina”: suelo de tablas claras, lámparas enroscadas, mujeres bonitas, ancianos de malas pulgas. Algunos comen pasteles y otros beben gin con tónica en copones anchos, repletos de cubos de hielo y de torrejas de limón verde oscuro. Nunca faltan el chileno, el argentino, el mexicano, alguna pareja brasileña. Madrid es una sucursal latinoamericana, aunque los madrileños no lo crean.
Abro la prensa y descubro que Milan Kundera, después de 14 años de silencio, publica una novela en francés, “La fiesta de la insignificancia”. Kundera es del año 1929. En la Checoslovaquia comunista de los años 50 y 60, el héroe político fue Vaclav Havel; el disidente literario, Milan Kundera. Las malas lenguas dicen que colaboró con el régimen. No sé si colaboró, pero sé que partió al exilio y sé que sus novelas dieron una imagen kafkiana, burlesca, contradictoria, llena de humor negro, del comunismo de Europa del Este. Sólo una persona que había vivido en el interior del régimen, una persona de enorme pasión y talento literario, podía transmitir una visión parecida. Frente a eso, los argumentos librescos, las ideologías obsesivas, no hacen mella. La experiencia interior, dolorosa, permanente, construye un relato irrefutable.
Y para confirmar mi tesis sobre los sudamericanos de España, sobre la aparente colonización de España por América, observo que Beatriz de Moura, la gran editora de Tusquets, de origen brasileño, hace la traducción de la novela de Kundera del francés al castellano. Y no al portugués. Porque Madrid, Barcelona, España entera, son un “melting pot” de los tiempos modernos, como lo eran los Estados Unidos de los años 20 y 30. De ahí que las reivindicaciones nacionales y regionales, para mi gusto personal, sean un tanto anacrónicas, ajenas a la verdadera sensibilidad del tiempo presente.

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