Los prejuicios sobre la arbitrariedad de las reglas de buenos modales tienen que ver con la confusión en torno a su objetivo:si existen tales normas no es para fingir un estatus particular, ostentar la pertenencia a un determinado círculo, sino para hacer más llevadera la vida en comunidad.
La meta de las convenciones en torno a la etiqueta no es uno mismo, sino los otros, el prójimo. Cada grupo va dibujando sus propias reglas de acuerdo a su modo de vida. La mayor parte de las veces no se trata de regulaciones explícitas, sino de normas tácitas que deben deducirse. Eso fue lo que tuvo que hacer Nathan Payle, un diseñador criado en Ohio que llegó a Nueva York y tuvo que aprender a vivir en una ciudad diferente.
Con la atención de un extranjero, Payle sistematizó sus hallazgos y escribió un libro en el que guía sobre las convenciones no escritas para conducirse con propiedad por Nueva York. En el libro, titulado NYC basics tips and etiquette, Nathan Payle despeja dudas tales como: ¿Cuál es la distancia correcta entre cuerpos en el Metro? ¿Cómo averiguar el sentido de una fila para comprar algo si la cola se ve dispersa? ¿En qué momento de la película masticar las golosinas ruidosas? ¿Cómo pedirle ayuda para encontrar una calle a un neoyorquino?
En 1821, la británica María Graham describió la tranquila ciudad, casi una aldea, de Santiago en su diario, y parte de sus observaciones tenían que ver con las curiosas costumbres locales, tales como hurgar en el plato ajeno durante la comida o abrir las habitaciones privadas al dominio familiar durante el día.
En 1890, un periodista norteamericano se quejaba de la costumbre de los santiaguinos de fumar incluso en la biblioteca y en la iglesia. Desde aquella época hasta ahora, la capital ha cambiado, ha crecido y ha ido multiplicando los espacios de convivencia entre extraños, eso que hace que una ciudad no sea sencillamente un pueblo en donde todos se conocen.
¿Qué podría deducir un observador que como Nathan Payle llegara a vivir a la capital? Que el tránsito no es lo caótico de otras capitales latinoamericanas, aunque el santiaguino no sepa apreciarlo. Que los taxistas consideran un deber del pasajero calcular y predecir el monto justo de la tarifa, porque rara vez tienen cambio.
Que incluso para comprar un chicle hay que esperar la boleta. Que es usual quejarse de la ciudad y del clima o que hablar muy fuerte en el Metro o en la calle es visto como una descortesía.También podrá observar que las personas maduras tienden a bloquear las puertas del Metro, ejerciendo un poder ancestral de guardabarrera, el mismo que les impide ocupar el lado derecho de la escalera mecánica para dejar libre el izquierdo para la gente que circula a paso más ligero. Una guía de etiqueta santiaguina debería indicar que halagar la belleza de las guaguas, incluso las de desconocidos, es un gesto de buena voluntad, y que los signos de estacionamiento para minusválidos usualmente son interpretados como una sugerencia y no como un advertencia de exclusividad.
En síntesis, alguien que elaborara una guía de buenos modales de nuestra ciudad seguramente concluiría que las reglas de etiqueta tienen aún mucho de colonial,otro poco de franco individualismo y una urgencia cada vez más necesaria de que todos tengamos más presente que salir a la calle es en parte una ocasión para hacerle la vida más llevadera al prójimo que no eligió estar con nosotros. Eso incluye usar las veredas para caminar y no para andar en bicicleta
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