Diario Las Últimas Noticias
Lunes 9 de diciembre de 2013
Hace sesenta o setenta años
la Revista Zig-Zag
publicaba con cierta frecuencia
reportajes fotográficos
a lo que entonces se entendía
como "residencias modernas".
Por lo general estas casas,
de formas regulares
y con zaguanes de luz tamizada,
aparecían vacías, sin moradores.
Daba la impresión de que las imágenes
correspondían a las horas muertas del día,
las largas horas de la tarde,
en la que la familia estaba ausente.
Aun espiados desde este otro extremo del tiempo
aquellos interiores -con divanes de cuero,
cuadros de vaga inscripción suprematista
y ventanas de corredera a través de las cuales
se veía un ordenado jardín con senderos simétricos-,
traspasaban un efecto de dulce somnolencia,
la sensación de que uno se va a quedar dormido
en un ambiente protector mientras escucha
el ruido lejano de una piscina que se llena lentamente.
Pasando hace unos días por la Costanera
me encontré algunas de estas casas,
ya no flamantes y jóvenes
como en aquellas fotografías,
sino en estado de conspicuo abandono,
como si estuvieran esperando de pie
y con total integridad
la inminente llegada del bulldozer.
Los antejardines secos,
el mármol de la escalinata
lleno de polvo, el estuco erosionado,
las piscinas por allá al fondo
como depósito de ramas,
tablones, tarros de pintura.
Que esas y otras viejas residencias modernas
estén en trance de desaparecer
es un tipo de fenómeno
que los santiaguinos conocemos bien:
la dinámica con la que esta ciudad
se ha borrado ya decenas de veces.
La transformación de todo de manera constante
parece ser nuestro rasgo distintivo, endémico.
Es imposible en estos casos
no proyectar sobre el espacio real
lo que uno infiere que fue la vida
en un pasado no tan remoto
y sin embargo perdido de manera abisal.
Casi se escucha proveniente
de una patota juvenil, música, interjecciones.
Mujeres sonrientes
de vestidos blancos
y onduladas melenas,
con toda la vida por delante.
Casi se ve al dueño de casa
bajándose del Buick
para abrir el candado
frente al porche
al regresar al anochecer.
Más allá de unas sucias ventanas rotas
se divisan los fantasmas de las empleadas,
de los jardineros, de los parientes allegados.
Cuántos sueños, cuántos secretos,
miedos, enfermedades, desvelos,
cópulas, gritos, susurros.
Las pruebas del paso del tiempo
siempre causan una incómoda extrañeza.
Esto, porque nos hacen constatar de golpe
una realidad que en la experiencia vivimos
en forma extremadamente gradual.
Se podría decir
que nuestro radio de alcance perceptivo
alcanza para cinco minutos.
Claro, mis movimientos tienen ese ritmo:
fumar un cigarro, tomar un café,
elaborar una idea, llenar un formulario,
comunicar algo por teléfono, en fin,
cosas de cinco minutos.
Y así se va el día,
el año, los años, media vida.
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