Diario El Mercurio, Martes 10 de diciembre de 2013
En la primera mitad del siglo XX, Argentina era una potencia política, cultural y económica. Su pampa húmeda era granero del mundo; su riqueza pecuaria no tenía parangones, y su macrópolis desde Buenos Aires a Córdoba respondía por más de la mitad de la producción industrial de América Latina. A la altura de la Segunda Guerra Mundial, sus reservas de oro superaban a Fort Knox; a principios del siglo su ingreso per cápita superaba al de Estados Unidos, y hacia 1915 sus exportaciones superaban la suma de las de Australia y Canadá. Como consecuencia de todo esto, su influencia política y económica, para no hablar de la cultural, pesaba más en nuestro planeta que la de todo el resto del continente austral.
Hoy Argentina es un país del montón, sin crédito ni prestigio. Su ingreso per cápita es inferior al nuestro; registra un impresionante récord de compromisos internacionales incumplidos; sus desórdenes internos ya no son noticia por lo reiterados, y solo la exportación de soya evita la ?bancarrota de un Estado artificialmente hipertrofiado que paniagua a un enorme porcentaje de la población. Hoy, si se quiere ver qué hace lo que queda del capital trasandino, hay que ir a ver edificios en Florida y Panamá, pero no nuevas fábricas en Córdoba o en la ubérrima Patagonia, y la cacería del dólar es el único deporte que amenaza la popularidad del fútbol. El pueblo que, alineado detrás de San Martín, liberó a la mitad de Sudamérica, hoy parece solo capaz de vociferar patriotiquería en los estadios, pero es incapaz de la disciplina y el esfuerzo para reversar esta fenomenal caída.
¿Qué es lo que ha ocurrido para que Argentina haya sufrido esta catástrofe? La historia no registra ni una guerra ni un cataclismo natural que ni remotamente la justifique. Lo que ocurrió a mitad del siglo XX fue la llegada al poder del general Perón, que plasmó la mortal combinación del populismo de Estado y la presión de las pobladas vociferantes, que se ha demostrado capaz de descalabrar cualquier prosperidad nacional. Esa combinación trituró la institucionalidad, lesionó el Estado de Derecho y dañó de tal modo la gobernabilidad que la mayor parte del poder político ha quedado irrevocablemente transferida a grupos factuales en que anida la corrupción más extrema y la irresponsabilidad más descarada. La prolongación de esa situación, casi sin pausas, por más de medio siglo, explica sobradamente el desolador espectáculo actual.
Cualquiera diría que la observación del dantesco destino de Argentina inhibiría de raíz cualquier intento de seguir ese camino en Chile, pero resulta que en 1969 una parte considerable de nuestro electorado legitimó un régimen que intentó seguirlo, como fue el del Presidente Salvador Allende. En esa ocasión, la reacción popular evitó la acción prolongada de esa trituradora de la prosperidad que es la combinación populismo-calle, pero estamos hoy a días de una elección en que las mejores posibilidades de éxito están en un conglomerado que más que insinúa esa perspectiva. La propia señora Bachelet ha amenazado con modificar la institucionalidad con la fuerza de esa combinación y muchos de sus patrocinadores anuncian, sin reservas, que trabajarán desde dentro del gobierno y desde la activación de la calle para lograr lo que se proponen. Fue el mismo trabajo en dos niveles que el Presidente Gabriel González Videla desmontó con la Ley de Defensa de la Democracia, demostrando un valor y una responsabilidad que difícilmente se detectan en la actual candidata.
¿Cómo es posible que nuestra continua visión argentina no sea suficiente para inducirnos a evitar los peligros de ese sendero político? La respuesta está en que a nuestro cine van demasiados ciegos, que ni ven ni oyen el ejemplo que tienen a pocos kilómetros de distancia. Por cierto que no se trata de ciegos fisiológicos, sino de quienes ven, pero no observan, y oyen, pero no entienden. Es, en última instancia, un problema de cultura y un índice de cómo esta ha decaído en Chile. Esos ciegos pueden perfectamente poner a Chile en la ruta de Argentina y, aunque abran los ojos del entendimiento cuando los hechos los obliguen, ya no podrán evitar que la fecha del 15 de diciembre de 2013 no pase a la historia por el triunfo de la Nueva Mayoría, sino que por el fin del ciclo de progreso espectacular que Chile ha protagonizado en las últimas décadas.
Orlando Sáenz R.
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