Jill FarrantLa bióloga que desafía el hambre en África
Diario El Mercurio, Revista Ya,
martes 10 de diciembre de 2013
http://diario.elmercurio.com/2013/12/10/ya/revista_ya/noticias/52747F63-C21B-4BDF-98B5-CF301A0CCFEE.htm?id={52747F63-C21B-4BDF-98B5-CF301A0CCFEE}
Por María Cristina Jurado. La palabra Resurrección tiene, para la doctora en biología sudafricana Jill Farrant, un peso específico solo comparable a los grandes hitos de su vida.
Plantas de Resurrección se llaman las especies vegetales que, según varios observadores, podrían llevarla algún día a ganarse el Premio Nobel: el máximo honor, después de los muchos que ha logrado internacionalmente en su carrera.
Y la palabra Resurrección también define sus mayores desafíos personales. Porque de alguna manera, Jill Farrant, al igual que las plantas que estudia, se apagó y volvió a vivir: en 2008, tuvo un accidente que le provocó una hemorragia cerebral y la dejó al borde de la muerte. La privó para siempre de su olfato y gusto, le provocó una pérdida de memoria de más de un año y un síndrome postraumático.
Pero hoy, esta mujer de 52 años -que fue galardonada en 2012 por la Unesco y L'Oréal con el Premio a las Mujeres en Ciencias- está sana y activa. Y no ha perdido nada de su entusiasmo a la hora de hablar del trabajo que la apasiona.
-Mi especialidad tiene que ver con especies rarísimas en el mundo vegetal. Plantas que no mueren sin agua, que viven a pesar de sufrir grandes sequías. Que pueden parecer muertas a la primera mirada, pero que, si cae una lluvia, florecen y se esponjan con belleza, color y textura. Renacen, literalmente. Es un fenómeno muy extraño para un científico porque sabemos que toda especie viviente está constituida, en un 80 por ciento por lo menos, de agua. Nada sobrevive en el planeta sin agua. La sobrevivencia solo se logra cuando se produce el fenómeno de tolerancia a la extrema deshidratación, que predomina en estas plantas -explica.
En su entorno -la cátedra científica de mayor honor en la Universidad de Ciudad del Cabo (UCT), donde es doctora en Biología Molecular y Celular-, se la considera la experta mundial en su especialidad: las raras especies vegetales que investiga no superan las 350 variedades en el mundo y existen mayoritariamente en Sudáfrica. Son plantas con la extraña virtud de resucitar al solo contacto del agua, después de haberse secado completamente. Plantas con la cualidad extraordinaria de poder vivir una segunda o tercera vida. Plantas que, bajo el lente de laboratorio de Jill Farrant, podrían ser la puerta de esperanza hacia un mundo sin hambre.
Epifanía a los nueve años
Jill Farrant fue una niña solitaria que creció en el norte sudafricano -la provincia de Limpopo, hoy la más pobre del país- y que se interesó en la biología vegetal desde muy pequeña.
-Me crié en una granja metida entre la naturaleza, entre animales y especies vegetales. Mi padre cultivaba tabaco, maíz, frutos secos y tenía ganado vacuno. Crecí como una niña libre, pero muy solitaria: mis dos hermanos eran mayores y estaban internos en un colegio lejos de nuestro campo. Crecí jugando sola y escuchando a los pájaros. Era muy curiosa y me entretenía estudiando los árboles, los terneros. Éramos niños privilegiados por ser blancos en una Sudáfrica bajo el apartheid y siempre sentimos vergüenza frente al resto de la población; una sensación que nos marcó hasta hoy. Nuestra familia fue siempre antiapartheid. En esa época, y a pesar de ser ilegal, mi hermano mayor, Peter, armó un proyecto para construir una escuela en nuestra granja para enseñarles a los campesinos y es exitosa hasta hoy.
En los últimos años, los Farrant han agregado rubros agrícolas a las tierras familiares: hoy Peter y su hijo Nicholas cultivan limoneros y supervisan la cría de un ganado muy premiado en Sudáfrica. Igual que su hermana, Peter, que es médico pediatra, vela por los campesinos de Limpopo y dirige una clínica y un servicio de ambulancias que socorre a los vecinos empobrecidos de esta provincia sudafricana. Además, creó un programa para prevenir el sida en madres.
Jill tenía nueve años cuando tuvo una epifanía que nunca olvidó. Una tarde cálida, se paseaba con su padre en busca de semillas. Al pasar por un conjunto de rocas, vio lo que pensó era una planta completamente seca, muerta hace tiempo. Siguió su camino, pero, curiosa, volvió a las rocas después de una fuerte lluvia. En vez de reencontrar la planta muerta, vio una rozagante: al contacto del agua, la especie había revivido. Era 1970 y ella corrió a consignarlo en su diario de vida. Cuarenta y tres años después, en Ciudad del Cabo -donde vive, enseña e investiga al alero de su alma mater, UCT- aún conserva ese cuaderno y, cada cierto tiempo, vuelve a leer su escritura de niña.
Con los pies en el siglo 21
Jill Farrant desafía la imagen tradicional de la sesuda profesora metida en un laboratorio polvoriento con el ojo puesto en un microscopio. Vive y trabaja con los pies en el siglo veintiuno. Delgadísima y alta, da vueltas por laboratorios y aulas con su pelo corto desflecado en dos tonos, siempre en jeans y poleras. Le gustan los aros largos, el look safari y los zapatos planos. Y -lo que llama la atención en su universidad y donde quiera que participe en seminarios y congresos científicos- se da el gusto de armar sus videos docentes con música rockera. Es una de las maneras que tiene para enseñar a sus alumnos, hablándoles en su propio idioma.
Y es que Jill Farrant pertenece a un mundo de vanguardia, pero cimentado en valores humanos. De sus propios fondos alimenta una beca anual de ciencia para los campesinos pobres que estudian en la vecindad de la granja familiar donde nació y que hoy administra su hermano. De paso, desacraliza a la ciencia.
En París, el año pasado, cuando fue a recibir uno de los premios más prestigiados en el mundo, que otorga L'Oréal-Unesco, se fotografió con afiches y monumentos por las calles y se paseó por el Sena con sus abrigos largos, recitando poemas. Su imagen dio la vuelta al mundo por haber sido nombrada una de las cinco científicas líderes de 2012: la capitana de las investigadoras en su continente.
Un premio que está solo un peldaño más abajo del Nobel. Lo dice ella, desde Ciudad del Cabo:
-En marzo de 2012 recibí el premio internacional más honorífico que puede recibir una mujer en la ciencia: fui escogida por los propios ganadores del Nobel como la científica más importante del año en África y los países árabes. Es el máximo galardón en mi profesión, antes del Premio Nobel.
Después de recibir cuatro títulos universitarios, entre ellos, un doctorado de los más prestigiosos en el mundo, Jill decidió su camino científico. Una ruta profesional que eligió a poco de cumplir los 30 años. Es su trabajo, pero también su pasión:
-Estudio a fondo el fenómeno porque quiero -es mi sueño de científica- poder extrapolar la propiedad de estas 350 plantas sudafricanas a los cultivos agrícolas; a todo tipo de cultivos comestibles. Creo que el mundo lo necesita. Si logro visualizar e investigar cada molécula de estas plantas, entenderé algún día cómo funcionan sus células para enfrentar la sequía. Cómo combaten y se defienden de la falta de agua para no morir. Si logro aplicar este proceso a los cultivos, se abriría una enorme esperanza frente al hambre en nuestras regiones africanas, azotadas en permanencia por grandes sequías.
Jill Farrant explica la paradoja de su país:
-Somos ricos en minas de oro, minas de diamante. Pero no tenemos suficientes cultivos para alimentar a la población. Eso no es riqueza.
Detalla su estrategia al investigar, que es casi un método de deconstrucción de cada planta.
-Como científica aplico una mirada de bióloga a mis investigaciones. Examino cada planta desde su nivel molecular a su todo como especie y trato de entender su fisiología en relación con el medio ambiente. Miro sus genes para entender cómo se activan frente a la sequía y a la atmósfera sin lluvia. Estudio genética, proteínas, metabolismo y lípidos. Todo juega un rol frente a la sequedad. Uso la biología, bioquímica, fisiología y biofísica.
Jill conserva algunas plantas de estudio desde 1994, cuando Nelson Mandela fue elegido Presidente en Sudáfrica, dando un giro vital a ese país que terminó por desterrar el apartheid. A pesar de los diecinueve años transcurridos, esas especies gozan de buena salud.
Si logra algún día entender y replicar el fenómeno en cultivos agrícolas, tendremos -quizás- maíz, arroz, cebada y centeno que, a pesar de meses de sequía, sobrevivirán.
Sería la solución para el hambre en continentes áridos, dominados por desiertos y falta de lluvia.
Por un vodka naranja
La historia de Jill Farrant se vio, en 2008, teñida por dimensiones épicas. Se resbaló en su casa y, al golpearse brutalmente la cabeza, sufrió una hemorragia cerebral que la tuvo en las puertas de la muerte. Al llegar al hospital, los médicos le dijeron a la familia que a esta bióloga le quedaban cuatro horas de vida. Una operación la salvó, pero su cerebro sufrió tal impacto que perdió para siempre los sentidos del olfato y el gusto. Hoy cocina cosas con textura para no caer en la monotonía de la falta de sabor y se alimenta en forma más sana; aprendió a privilegiar la comida liviana. Se conserva delgada y elástica, lo que la ayuda en sus recorridos por el territorio sudafricano en busca de especies vegetales.
La pérdida de los sentidos del gusto y del olfato la hizo caer, eventualmente, en otro peligro. En una fiesta, alguien se equivocó y olvidó que Farrant es una alcohólica recuperada: le sirvió un jugo de naranja que tenía gotas de vodka. Recayó en el vicio, pero no por mucho tiempo.
De su alcoholismo, que jamás ha escondido, dice con sentimiento:
-Soy una alcohólica genética, es una enfermedad que tengo, me guste o no. Pero confieso que, cuando era más joven, elegí beber y me afectó mucho. Yo conocía mi tendencia, pero me controlé hasta la universidad. Sin embargo, cuando mi madre murió en 1992, ya no pude: me convertí en alcohólica y fue difícil rehabilitarme. Lo logré en 1998.
Conservó su sobriedad durante diez años, hasta el episodio del vodka con naranja, que la envió de nuevo al infierno por tres meses. Un infierno que comenzó al día siguiente de esa fiesta y que culminó con cinco días borracha por las calles de París, donde trabajaba por corto tiempo. Tanto tomó que terminó en el hospital con envenenamiento por alcohol. Fue la gota que rebalsó su paciencia: en cuanto pudo, Jill Farrant voló de regreso a Sudáfrica, inició otra rehabilitación y, desde entonces, nunca más ha probado una gota de trago.
Hoy se concentra en profundizar su trabajo de campo e investigaciones, y a difundirlos en los espacios científicos de prestigio en el mundo.
La fe católica es también uno de sus apoyos en la vida.
-Me encontré con Dios de forma muy inusual. Mis períodos de alcohólica, mi accidente y otros problemas, me llevaron a que -recuerdo la fecha exacta, era el 20 de marzo de 2011- escuchara una voz en mi interior. Me pedía que tuviera fe en mi rol en la ciencia, que no desmayara frente a mis investigaciones, que siguiera mi camino. Con fe en Dios. Exactamente un año después, recibí en París el gran honor de ser elegida la científica que ha marcado la diferencia en África y los países árabes. ¡De tantas otras, me eligieron a mí!
Jill tiene una mirada crítica frente al financiamiento de la ciencia en su país y en el mundo. "Tenemos gente excelente, pero poco dinero para las investigaciones. Sudáfrica no es un país rico y los pocos medios deben repartirse entre muchos investigadores. Yo misma sufro, junto a mi equipo, en la universidad. Podríamos ir mucho más rápido -nuestra meta es ambiciosa-, pero no lo logramos, porque estamos aquí hablando de cifras millonarias. La ciencia a este nivel es cara. Esto pasa en todo el mundo, pero en las naciones en desarrollo es mucho peor".
A esta bióloga de punta le preocupa el calentamiento global que, asegura, convertirá a toda África en un desierto en menos de cincuenta años.
-Es un hecho científico. Mi país tiene hoy apenas un 11,6 por ciento de su territorio para cultivos agrícolas. Como no tenemos facilidades de riego, estamos obligados a confiar en la lluvia. Pero, en muchas áreas simplemente no llueve. Toda Sudáfrica al noroeste de Ciudad del Cabo sufre grandes sequías. Es un problema grave y se pondrá peor.
Y, mientras conversa desde su casa en Ciudad del Cabo, termina un informe de sus recientes investigaciones científicas que quizás sirva para lograr una fuente de financiamiento para el próximo año.
Disfruta sus galardones, que se apilan en sus libreros. Son honores que, junto a su fuerza interna para no recaer en el alcohol, le han dado alas para elevar su ciencia a otro nivel. Un nivel que podría, algún día, rozar la Academia de Suecia. Aunque no es por eso que trabaja Jill Farrant. Ella, reconoce, sueña con combatir el hambre en su tierra africana.
Para eso se levanta cada día.
En la Universidad de Ciudad del Cabo se la considera la mayor experta mundial en su especialidad.
Jill Farrant pertenece a un mundo de vanguardia, cimentado en valores. De sus propios fondos alimenta una beca para campesinos.
Da vueltas por laboratorios y aulas con su pelo corto desflecado, siempre en jeans y polera. Ama los aros largos, el look safari y los zapatos planos.
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