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El Retiro de Adriana Hoffmann‏




El Retiro de Adriana Hoffmann
Diario El Mercurio, Revista Ya, martes 10 de diciembre de 2013

Cuando la vida en Santiago se le hizo insoportable, la ecologista Adriana Hoffmann abandonó su ajetreada agenda y se fue a vivir sola a Cachagua. Pero el ostracismo de su nueva vida la sumió en una profunda depresión que solo advirtió cuando, tras volcar en su jeep, terminó en la consulta de un geriatra con quien pudo conversar por primera vez sobre las penas que llegan con la vejez. De eso, y de su inclaudicable amor por la naturaleza, cuenta en esta entrevista.  
 

Por Pilar Navarrete Michelini. Fotografías: Sergio Alfonso López. 
Adriana Hoffmann (73) está sentada en una silla de madera. Mientras con los largos dedos de sus manos peina su pelo gris -casi blanco- dejándolo aún más desordenado que hace un instante, la bióloga chilena observa la atiborrada biblioteca que montó en una pieza de la casa de Cachagua, donde por décadas veraneó con su ex marido, el ingeniero Hernán Calderón, y sus cuatro hijos, y donde ya divorciada y agotada del ritmo de Santiago se instaló de manera fija hace siete años. Aquí, la defensora de la flora y fauna chilena, autora de una decena de libros sobre ecología, reconocida en 1997 por Naciones Unidas como una de las veinticinco líderes medioambientales de la década y elegida Premio Nacional del Medio Ambiente en 1999, llegó a vivir su retiro en soledad. Por eso, tras resistir durante 19 meses el fuego cruzado entre políticos y ambientalistas y renunciar en 2001 al máximo cargo de la Comisión Nacional del Medio Ambiente (hoy Ministerio del Medio Ambiente), muy pocos saben de ella. Su alejamiento de la vida activa coincidió con un proceso de penas del que le ha costado salir.
-Como la gente no me vio más, por mucho tiempo pensaron que estaba muerta- dice con una sonrisa irónica, media triste. -Entonces cuando se encuentran conmigo me dicen: '¡Adriana!, ¿cómo estás de salud? Yo pensé que estabas enferma o en un asilo de locos'. Yo les digo: 'estoy bien', pero la verdad es que estuve harto enferma, harto enferma un par de años. Pero ya estamos saliendo.
En su casa, más pequeña que aquella en una enorme parcela en Peñalolén donde construyó buena parte de su vida, no tiene rutina. Todos los días son diferentes: se levanta a la hora que quiere y a veces sale a caminar a la playa. Otros, solo se queda viendo tele -"estoy fascinada con la política", reconoce- y corrige las reediciones de sus libros que, ya agotados, la Fundación Claudio Gay se apronta a publicar. Dos veces a la semana toma clases de pintura en un taller para la tercera edad que organiza el municipio. Las paredes de su casa están tapizadas de sus obras, muchas de ellas escenas del campo chileno. Hay tres retratos: uno que pintó inspirada en su hija menor, que aparece amamantando a su nieto, y dos autorretratos, uno donde Hoffmann está perdida entre un bosque, y otro donde aparece sentada a orillas del mar, meditando bajo el sol. En eso, y en varios viajes a Tunquén -donde vive su otra hija, Leonora- la botánica gasta su tiempo. A veces recibe la visita de estudiantes que quieren conocerla. Dice que tiene un pequeño "fan club". Ya no forma parte de organizaciones ni hay espacio para conferencias: en Cachagua, Adriana Hoffmann comenzó a construir su mundo como una sabia ermitaña, aunque desde hace un año la acompaña su hijo Francisco, Panchín como le dice con cariño, que ya tiene 50.
Sentada en la biblioteca, sus ojos cristalinos parecen orbitar desordenadamente su propio universo: busca un libro donde guarda las fotos del último viaje que hizo a Nueva York, pero se detiene en otro: con sus manos gruesas y agrietadas, como las de un jardinero -o las de un botánico-, toma un libro que registra el rescate de las queñoas, un árbol andino que solo crece en las alturas de la Primera Región, donde el aire y el agua parecen extinguirse y donde ella manejó hasta encontrarlo. Entonces se maravilló con su apariencia poco exhuberante: unos oscuros manchones vegetales aferrados al suelo árido, que a simple vista no parecen árboles, pero que ella, en el prólogo del libro describe como "un milagro de la naturaleza que no ha sido lo suficientemente entendido".
Las plantas y los árboles han sido el amor de su vida y por ellas, aunque le cuesta reconocerlo, ha debido pagar costos afectivos: horas más tarde, sentada en la terraza de su casa, rodeada de cipreses y de cactus, entre risas tristes y largos silencios, confesará lo difícil que ha sido lograr que alguien comprenda su necesidad de libertad.

***
Adriana Hoffmann nació en 1940, en el seno de una familia de médicos: su padre, Franz, conoció a su mamá, la doctora Lola Jacoby -que luego pasaría a ser conocida como Lola Hoffmann-, mientras cursaba su beca en Fisiología en Alemania. De regreso en Chile, el matrimonio se instaló en una antigua casa quinta en Pedro de Valdivia con Ernesto Muzard, en Providencia.
-En esa casa pasé realmente una infancia muy feliz, era muy libre en mi jardín. Vivíamos con mis papás, mi hermano Francisco, mi abuela y dos primos que fueron como mis hermanos. Era una infancia donde había muchas conversaciones en la mesa: éramos como diez, ahí, todos los días. Era muy estimulante, porque cuando alguien no sabía algo, se paraba e iba a buscarlo a una enciclopedia -recuerda.
Estudió en el Liceo Manuel de Salas y luego Agronomía en la Universidad de Chile, pero abandonó la carrera cuando de la malla de estudios desaparecieron las plantas y los ramos se centraron en las vacas y la economía agraria.
-Yo lo único que quería era saber de plantas. Ese amor lo tuve desde chiquitísima. En mi casa, como era una quinta muy bonita, buscaba plantitas, las seguía y aunque mis papás estaban siempre metidos en sus cosas, el fin de semana me llevaban a explorar: salíamos a Peñalolén, en una época donde no vivía nadie. En los veranos partíamos a Vichuquén y ahí estaba yo, buscando florcitas, piedras y fósiles.
Por ese entonces, su madre, que había trabajado 30 años como ayudante de su padre, decidió viajar a Alemania a perfeccionarse en técnicas psiquiátricas. Adriana partió con ella y entonces pudo, por fin, entregarse de lleno a la botánica.
-Mi vida universitaria allá fue fantástica. Aprendí taxonomía, nos mostraban las plantas por dentro; fue una formación rica, muy inspiradora. En esa época me obsesioné con la fisiología vegetal, algo que aquí no existía. ¡Era fascinante todo eso!
Al término de sus estudios volvió a Chile y se casó con el ingeniero Hernán Calderón, a quien había conocido a los 15 años. Con él partió a vivir al extranjero y a Chile solo regresó en los años 70.
-Él pasaba todos los días frente a mi casa... en esa época era fascinante. Duramos casados bien como 30 años y cuando cumplimos 50 años juntos nos divorciamos. Cuando estábamos separados seguimos viviendo en el mismo terreno, una parcela muy grande en Peñalolén. En un momento incluso pusimos un cerco, pero todo empezó a ponerse muy denso y entonces dije, no, ya pasó la época del cerco y lo corté. Nos hicimos amigos de nuevo; pero amigos así, a medias. Fue difícil. Él era muy mujeriego. Ese cuento para mí fue muy duro. Por eso cuando salió la ley de divorcio, yo dije: 'para allá voy'.
Su trabajo como botánica le demandaba mucho tiempo. Podía estar, incluso, seis semanas afuera buscando una planta.
-El viaje más loco que hice, el más largo y muy duro, fue una expedición con unos cactólogos extranjeros. Partimos rumbo a Arica, y en el camino íbamos parando donde hubiese cactus... Íbamos en caravana: una casa rodante, una van y mi jeep. Hernán, mi marido, me hizo una repisa que podía armar y desarmar, para poner mi saco de dormir y ahí dormía o ponía música. Nos levantábamos a desayunar y a las nueve partíamos a buscar plantas. Eran muchas horas caminando. Y de repente encontrabas unos sitios increíbles de locos, con unas cascadas en la mitad del desierto. Era algo fascinante, donde me pasaban cosas emocionales muy fuertes. Las plantas me volvían absolutamente loca, era algo indescriptible. A veces sentía que se me paraba el corazón. Y cuando descubría una plantita que había buscado por horas gritaba ¡aaaah! ¡aaah! ¡aaaah! Gritaba y me ponía a saltar.
-¿Cree que su ausencia afectó su vida familiar?
-Mi trabajo siempre requirió de mucha libertad, pero no era muy entendida. Me decían que nunca llamaba... pero si estaba en el desierto, ¿cómo iba a llamar? Tendría que haber llegado a un lugar a buscar un teléfono, porque en esa época no había celular. ¡No podía no más! Mis hijos me lo echan en cara ahora, pero yo nunca me di cuenta de que estaban afectados. Me reprochan... 'Tú nos dejaste abandonados'. ¡Pero yo tenía que salir! Yo sabía que estaban cuidados. Tenía buenas nanas. El papá se ofendía con que yo saliera. Mis hijos grandes, yo creo que me echarían de menos, pero la verdad no lo sé. Les escribía cartas, pero el papá las escondía. De eso me vine a enterar hace no muchos años. Hubo un tiempo donde me fui a Inglaterra por un mes. Fue un período de mucha pega y mucha frustración, porque yo no sabía cómo avanzar con mi investigación. Y mientras estaba allá yo llamaba por teléfono a Santiago y Hernán era tan pesado... no me dejaba hablar con los niños y yo me ponía a llorar. Fíjate que yo a él lo amaba; es decir, dejaba pasar muchas cosas, y todos mis libros se los dedicaba. Pero ahora, en las nuevas ediciones, lo saqué de las dedicatorias.
-Y sintiéndose poco comprendida, ¿quién fue su gran aliado?
-Mi mamá. A ella le encantaba lo que yo hacía. A veces la llevaba a Farellones para ver las altas plantas andinas o llegábamos hasta la punta del cerro en el jeep y ella se fascinaba. O si no, yo le traía ramos de flores y fotografías. Era mi hincha total. Me entendía porque ella también era muy valiente. Era una mujer muy libre.
Después de separarse, Adriana se dio el espacio para reconstruir su vida: se emparejó con un biólogo con quien estuvo cinco años.
-Él era un tipo tan genial, tan maravilloso, tan bello. Era ecólogo. Era mi pareja puertas afuera, veníamos para acá a Cachagua, íbamos a viajar al desierto florido. Lo pasábamos tan re bien. Pero le ofrecieron un puesto en Naciones Unidas muy bueno y tuvo que partir a Estados Unidos. Yo lo iba a ver o nos encontrábamos por ahí, pero un día en la noche me llamó y me dijo: 'sabes Adriana, no puedo más. No puedo vivir solo'. Necesitaba una compañera. Y yo le dije que no podía partir. Había estado tanto tiempo sin mis hijas y estaban en una edad donde necesitaban un apoyo materno.
Adriana se ríe. Su mirada queda pegada en el horizonte.
-Pero igual no sé si se los di.

***
En marzo de 2000, Adriana Hoffmann se convirtió en la primera ecologista en alcanzar la secretaría ejecutiva de la Comisión Nacional del Medio Ambiente (Conama). Si bien participó en el comité político de Ricardo Lagos aportando ideas a su candidatura, nunca había estado en un partido político y tampoco en un cargo gubernamental. La propuesta la pilló de sorpresa y en dos días tomó la decisión. "Yo tenía un pésimo concepto de la Conama y además nunca había trabajado en algo así. Se lo comenté (a Lagos) y le pregunté: ¿puedo seguir siendo como soy, así, desparramada?... Él me dijo que todo se aprendía en el camino. Cuando conté en Defensores del Bosque todos me dijeron: '¡Adriana! ¡Esta es la oportunidad de hacer cosas!'. Entonces dije que bueno.
-¿No lo consultó con su familia?
-No. A mi familia no le pregunté; solo a la gente de mi oficina.
Pero el aterrizaje fue difícil.
-Yo venía de un sistema de libertad total y lo primero que me pasaron fue un chofer y un celular. Eso fue del terror. Yo no tenía celular y no quería tener uno tampoco. Entonces le dije al chofer que me recibiera los llamados. El primer día que llegué a la Conama las niñas que trabajaban ahí me dijeron, en buena onda, póngase un poco de ropa más "más o menos". Y es que, bueno, había que estar con pinta de autoridad.
Hubo códigos de la formalidad que, reconoce, no supo manejar.
-Algunas de esas cosas las supe hace poco, como que al Presidente de la República no se le puede tocar (se ríe). Por eso mis compañeros se espantaban cuando me encontraba con Lagos por ahí y le decía: '¡Presidente! ¡Necesito un abrazo de oso! ¡Necesito un poco de su ayuda porque estoy un poco sobrepasada!'. Él se ponía muy tenso y me daba solo un par de palmetazos suavecitos en la espalda.
El tiempo que alcanzó a estar en la secretaría, Hoffmann echó a andar el proyecto Senderos de Chile y elaboró un diagnóstico de las causas de la contaminación del aire en Santiago. Pero en octubre de 2001 renunció al sentir que ya no tenía el respaldo del comité de ministros y tampoco del propio Presidente Ricardo Lagos.
-Los ecologistas son personas muy apegadas a sus ideales y la política es un terreno conocidamente árido. ¿Por qué aceptó participar?
-Me parecía interesante que todos los importantes (dice refiriéndose a políticos) eran tan positivos, ¿no? El otro día encontré una agenda con los apuntes de las reuniones que teníamos. La idea era hacer algo maravilloso. Pero después fue todo menos eso. De todas maneras, yo nunca me arrepentí de pasar por la Conama. Aprendí a la vena un súper doctorado en medio ambiente. Pero mi cargo estaba en una encrucijada, porque a uno le exigen tomar una postura. Yo traté de ser bien consecuente con mis pensamientos, pero ahí pasaban por arriba de todo. Fue tremendo, muy duro. Los cargos políticos son una trampa, o para mí por lo menos, así fue.
-Hay quienes hoy apoyan la candidatura de Alfredo Sfeir al Ministerio del Medio Ambiente. ¿Cree que puede jugarle en contra?
-Yo conozco a Sfeir y me cae bien. Creo que va a participar en el gobierno de Bachelet, pero es bueno que sepa que para un ecologista meterse en política es tremendo. Douglas Tompkins siempre me lo dijo: 'mucho peor que ser Presidente fue haber sido directora de la Conama. Hay que ser valiente para estar ahí'.

***
Una vez fuera de la política, Hoffmann volvió a trabajar con Defensores del Bosque, pero de a poco fue preparando su retiro. El divorcio con su marido marcó una inflexión; decidió vender su pedazo del terreno en Peñalolén -donde él y dos de sus hijos siguen viviendo- y comenzar a arreglar la casa de la playa para instalarse en un espacio acogedor: la pintó, podó los árboles y también montó el altar de los ancestros, donde, entre cactus y figuras budistas, tenía una foto de su papá, otra de su mamá y de sus abuelos. Pero en el traslado, las fotos se perdieron. Aunque no tiene imágenes, ese sigue siendo el rincón favorito de su casa.
-Yo siempre pensé que mi retiro sería en un bosque, pero un día tuve un sueño: estaba en la playa, en una casa en las alturas, como esta, mirando al mar. Era como un acantilado. Fue como un semisueño, donde aparecía yo con los pelos bien parados, cultivando flores, unas inmensas maravillas y unas dalias. El clima en el sueño era tan bueno.
Toma una pausa y continúa.
-Pero no sé si se parece a la vida que llevo ahora.
A Adriana le cuesta explicar cómo han sido los últimos años, porque si bien vivir en la playa suena a algo idílico, la soledad en la costa la llevó a sumirse en una profunda depresión de la que está saliendo.
-Yo me vine sola y fue tan rico después de haber estado con tanta gente en Santiago. Pero llegando acá me vino... no sé, creo que una depresión muy fea, muuuuy fea, y la somaticé a través del cuerpo. Me puse muy flaca; no podía andar. Se me quitó el apetito, pero sentía que me hacía falta comer. Fue muy terrible. El problema es que no me fui dando cuenta. Me preguntaba qué es esto que tengo... pero no lo sabía. Un día manejando hacia La Ligua me di vuelta en el jeep. Iba sola y no sé qué pasó. Quedé colgando del cinturón de seguridad. No me pasó nada malo, aunque fue algo muy desagradable. A mis hijos tuve que contarles; no me quedó otra. Después de unos días me agarraron y me llevaron a Santiago para ir al geriatra. Y él me dijo así: lo que pasa es que tú estás con una depresión.
-¿La soledad le hizo mal?
Reflexiona antes de responder.
-Yo no le tengo miedo a la soledad, no le tengo miedo a la muerte, ni nada. Pero el tema es que el ser humano no está preparado para vivir 70, 80, 100 años... entonces... no sé... Con él pude hablar de la vejez y me di cuenta de que la gente vieja tiene males distintos... Él me dijo que estar aquí sola, sin mis hijos, me tenía así. Hablar con él me hizo muy bien. Yo lo adoraba. Me tomé una pastillita todos los días y se me ha pasado. Y bueno, vitaminas... La depresión siento que se me pasó en corto tiempo. Ahora me siento más contenta, pero hay que seguir tomando las pastillitas. Estoy saliendo. No sé cuánto tiempo me va a quedar para gozar...
-¿Le tiene temor a los achaques de la edad?
-Miedo no, pero son cosas que pasan. Mi amigo Gonzalo de Pablo, con el que compramos el bosque Alto Huemul, en el sur, está súper mal, con alzheimer... y tan valiente, tan entretenido que era. Entonces son cosas que pasan, pero pucha, son una lata.
-En sus conversaciones cita muchas veces a sus padres que fallecieron hace ya varios años. ¿Los extraña?
-¡Uuuuf! Mucho, pero sueño a cada rato con ellos, y son sueños súper vividos. A mi mamá siempre la tengo aquí -dice mientras acaricia con su mano derecha su hombro izquierdo.
-Hay gente que la conoció y cuando me ve me dice: 'echo tanto de menos a tu mamá'. Yo les digo: 'conversa con ella, que aquí la tengo'.
Y se ríe.
-La tengo más presente. La tengo siempre aquí a mi lado.
La mirada de Adriana Hoffmann se pierde entre los cipreses, entre cuyas ramas se divisa el mar.

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