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“El Gran Hotel Budapest”: Dirigir es un placer


"Lo que brilla en Wes Anderson es un mundo personal y una estética y un diseño únicos e imperdibles, dominados por un extraño estado de ánimo. Son imágenes y personajes cuyo temperamento no son fáciles de aquilatar, porque hay una mezcla de cinismo y piedad, donde a lo mejor toda tristeza es ridícula, pero también es cierto que toda alegría es melancólica..."


El Gran Hotel Budapest se levanta entre montañas nevadas, en medio de Europa y en una república ficticia: Zubrowka. Esta es la increíble vida de su conserje Gustave H. (Ralph Fiennes) y de un joven que fue lo más parecido a un amigo o un hijo: el botones Zero (Tony Revolori).

La película, para dar cuenta de lo prodigioso de la aventura, se sostiene en un primer año, 1985, cuando un escritor publica una novela con la historia.

El segundo año es 1968, cuando el mismo autor, en una época de hastío y desorientación, se aloja en un hotel que en esa década es un palacio frío y decadente.

Y la película, en fin, se desarrolla todavía más atrás en el tiempo, en el pasado rico y esplendoroso del hotel: en 1932.

Lo que brilla en Wes Anderson es un mundo personal y una estética y un diseño únicos e imperdibles, dominados por un extraño estado de ánimo.

Son imágenes y personajes cuyo temperamento no son fáciles de aquilatar, porque hay una mezcla de cinismo y piedad, donde a lo mejor toda tristeza es ridícula, pero también es cierto que toda alegría es melancólica.

Lo único indesmentible son las ganas de contar otro cuento.

Gustave H. es elegante y sexualmente ambiguo, pero su cariño está enfocado en un tipo de mujer: deben ser millonarias, siempre viejas y genuinamente rubias.

Una de ellas, Madame D. (Tilda Swinton), le deja como herencia una valiosa pintura de un niño con una manzana y ese gesto después de muerta, provoca la desgracia de un conserje tan misterioso como distinguido. 

La película y el segmento de 1932, el más extenso y dividido en cinco capítulos, transcurre brevemente en el hotel, pero son otros los escenarios por donde huyen Gustave y Zero: llanuras, bosques y cárceles. 

Perseguidos por Dmitri (Adrian Brody), el hijo de Madame D., y su guardaespaldas Jopling, un magnífico Willem Dafoe, como un personaje sin palabras que es pura presencia criminal.

En rigor, lo que los persigue es algo distinto e indefinible: un movimiento con las siglas ZZ, un tiempo donde matar es fácil y un clima policial envolvente y peligroso, repleto de barreras, papeles y fronteras. Un año entre guerras y un continente que ya fue desolado por la muerte y batallas, pero como eso no basta, ya vendrá una segunda ola.

La sociedad que avanza con el siglo flota en el horizonte, en los titulares de algún diario y en los nuevos símbolos y costumbres que invaden y contaminan la atmósfera.

“El Gran Hotel Budapest” es una fábula según los códigos de Wes Anderson, un director elusivo y esquivo, cuyas historias parecen surgidas de la tradición oral, es decir, de la costumbre de contar un cuento una y otra vez.

En esa ansiedad narrativa, tan barroca como extravagante, cómica, triste, desigual, mutante y a veces recargada, se descubre la energía entrañable de Wes Anderson como autor.

No son propósitos comerciales, tampoco premios o reconocimiento y menos meter mensajes o enseñanzas. Es todo más refinado y encantador. Es el placer de dirigir una película.

“The Grand Hotel Budapest”, 2014. Director: Wes Anderson. Con: Ralph Fiennes. 105 minutos. T.E.

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