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He venido hasta Río desde la segunda mitad de la década de los cincuenta del siglo pasado, en aviones a hélice...‏

Vuelvo a Brasil después de largos años. Hago escala en este país antes de seguir viaje a Santiago de Chile, como me gustaba hacerlo en épocas pasadas, en tiempos en que los vuelos directos de larga distancia todavía, felizmente, no existían. He venido hasta acá desde la segunda mitad de la década de los cincuenta del siglo pasado, en aviones a hélice, de manera que el lector puede imaginar algunas cosas y yo estaría en condiciones de explicarle muchas otras. Viajé a comienzos de la semana desde Madrid, alrededor de diez horas de vuelo, aterricé en el mismo aeropuerto de Río de Janeiro de tiempos pasados, y un coche me llevó por una zigzagueante e interminable avenida del litoral, pasando por pueblos, por grandes “drogarias” iluminadas, por recintos portuarios, dejando atrás un enorme barco lleno de reflejos de colores diversos, que daba la impresión de haber encallado en una ladera de selva tropical, y recalé en la Posada Literaria de un pueblo de origen colonial, de apariencia campesina y costeña, Paraty.
Lo del barco podría hacer pensar en el realismo mágico de García Márquez, en grandes navíos tragados por vegetaciones tropicales, pero ocurre que la fantasía literaria brasileña es diferente de la hispanoamericana. En cierto sentido, es más fina, menos obvia. Fantasía de escritores como Guimaraes Rosa, Clarice Lispector, Machado de Assis. El realista Machado de Assis tiene momentos de delirio fantástico, de salida de los límites normales, de sueño y de pesadilla. No son los únicos, claro está, y no soy un especialista ni un erudito en la materia. Leo a los brasileños, no excluyo a los portugueses, y de repente me inclino por un narrador alemán del romanticismo. Hay antecedentes que me justifican, pero quizá pertenezco a una especie en vías de extinguirse. La lectura libre, no sistemática, desprovista de intenciones académicas, podría ser un vicio sin destino, una extravagancia definitiva. En Paraty, ciudad de fiestas internacionales y anuales de escritores, encuentro de todo: abundantes bancos, tiendas de sombreros, pizzerías y relojerías, lugares de devoción, con sus sillas alineadas y sus altares de material plástico, de la iglesia evangélica. Menos mal, me digo, que no soy político de profesión y no tengo que andar consiguiendo votos, porque sería una forma de tortura y de pérdida de la sensibilidad íntima. ¿Cuántos votos sacaría en Brasil si me dedicara a hablar de la obra de Joaquim Maria Machado de Assis, de la gracia verbal de Clarice Lispector, de la pintura de Cándido Portinari, de las canciones olvidadas de Dorival Caymi, de esas cosas?
Lo anterior tiene sus complejidades, sus enigmas, sus contradicciones. Los políticos modernos, para consolidar su poder, para gozar sin límites de su droga, que parece irresistible, tienden a veces a ser autoritarios, censores, patoteros. Me encuentro aquí con un caso interesante relacionado con la libertad de expresión, uno de mis temas recurrentes y permanentes. Como lo he dicho en más de una oportunidad, considero que fue un error terminar con el Comité Permanente de Defensa de la Libertad de Expresión, organismo de largo título que presidí en los tiempos del pinochetismo y que decidimos disolver en los años que siguieron. Ahora pienso que nos equivocamos, que la libertad aquella, que parece obvia, es endiabladamente difícil y esquiva. Comenté hace poco nuestras reacciones oficiales escandalizadas, excesivas, frente a críticas hechas por Sebastián Piñera en España a la actual conducción económica del país. ¿Tenemos los chilenos de hoy que renunciar a la crítica por el simple hecho, tan frecuenta y corriente, de salir de las fronteras nacionales? ¿Podemos imaginar un avión de LAN cruzando la cordillera lleno de viajeros amordazados?
Pues bien, abro los periódicos de acá y encuentro que se acaba de producir una situación interesante e inquietante. El Banco Santander mandó un informe económico a sus clientes y el gobierno de Dilma Rousseff, que aspira a su reelección en fecha próxima, reaccionó con notoria molestia. El ex Presidente Lula, en apoyo de Dilma, declaró que la persona que hizo el informe “no sabe nada del Brasil o del gobierno de Dilma Rousseff”. Pues bien, el peligroso análisis había dicho, en síntesis, lo siguiente: que si la candidatura de Dilma subía en las encuestas, era probable que la Bolsa de Comercio y otros indicadores económicos bajaran.
La diplomacia, sin duda, no era el punto fuerte de los redactores del texto. El presidente del Banco Santander pidió disculpas y el autor principal del mamotreto perdió su cargo. Pero el episodio hizo correr mucha tinta, probablemente con buenas razones. No está mal que los autores de la información económica de los bancos procedan con tacto, sobre todo cuando se trata de bancos extranjeros autorizados por las autoridades financieras locales, pero esto no justifica un exceso de celo que se parece demasiado a la censura. Ni las críticas proceden necesariamente del desconocimiento de las ingratas realidades, ni las realidades, conocidas en profundidad, excluyen la crítica. Se podría sostener, más bien, exactamente lo contrario. Pero el tema de la libertad de expresión, por desgracia, mantiene en todas partes su más completa, universal, permanente vigencia. Es el reverso de las democracias de hoy, su lado oscuro, y sale a la luz en las circunstancias, en los momentos y lugares más imprevistos.

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