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El Museo del Abandono‏

Yo no quiero colgar la neurosis de un pintor en mi casa.
Quiero que el arte que me rodea tenga que ver conmigo, con mis sentimientos.

Un museo para el abandono
Texto, Paula Donoso Barros. Fotografías, Carla Pinilla Grandé.  
Diario El Mercurio, VD, sábado 23 de septiembre de 2014


En Valparaíso, 
Cecilia Fernández construye el museo del abandono 
en un enorme y precario edificio del cerro Polanco. 

Es un mundo que mezcla realidad y fantasía; arquitectura y alquimia. 

Mientras termina el rescate arquitectónico, 
prepara las impensadas colecciones 
que mostrará: cosas viejas y pequeñas historias 
que toman su lugar como obras de arte.

Nadie sospecharía lo que ha ocurrido 
en la calle Simpson, entre Cicarelli y Fermín Vivaceta, 
en el cerro Polanco de Valparaíso. 

En una vieja construcción de dos pisos que reunía, 
ocultas tras su nobleza exterior, catorce casas míseras. 

Una especie de cité de principios de 1800 
donde, sin un rayo de luz, las familias 
debían apretujarse en sus espacios 
como si habitaran las galerías húmedas de una mina.

Eso vio Cecilia Fernández cuando entró a la casa en 2005. 

Y con una mirada que sólo ella puede tener, 
la imaginó convertida en miradores, 
patios abiertos y mucha luz. 

En el espacio preciso para el que sería su Museo del Abandono.

-¿Por qué Museo del abandono? 
Porque Polanco es abandono. 

Casa por medio 
está abandonada y eso destruye 
las construcciones y las comunidades. 

El abandono se expande, 
destructivo, si no lo recuperas. 

¡Úsenme, Úsenme, no estoy muerta!, 
dicen las cosas en abandono. 

No es basura, la basura, que se vaya. 
Pero el abandono lo ves en tantas cosas: 
en una plantita botada, que si uno recoge, 
la riega y le habla, florece; 
en los gatos, en los perros, 
en las guaguas abandonadas. 

En las maderas, en los objetos. 

Si se cuida, todo agradece, 
renace, todo tiene otra vida.

Empezó con los trabajos de limpieza casi a pulso. 

Aparecieron ladrillos, muros de piedra 
bajo capas y capas de entablados, de estucos, 
de pinturas diversas puestas 
en distintos tiempos para dar color. 

Unos sobre otros, verdes, esmeraldas y celestes 
que Cecilia lijó, limpió y fue enmarcando sobre la pared 
como obras de arte hechas por el tiempo.

Abrió un mundo tan mágico como real 
que pretende inaugurar el próximo año 
"para cobijar los sentimientos, olores, ruidos, objetos" 
que han acompañado su historia personal 
y que no está dispuesta a contar.

Su mente viaja más rápido 
que la de cualquier mortal. 

Cecilia, "la mujer de las erres", 
que por consigna en la vida 
tiene remendar, reparar, restaurar, 
recorre el lugar vestida 
con la chaqueta que fue de su papá, 
convencida del poder 
de las energías que conservan las cosas. 

Es la que usa siempre, 
también la llevaba el año 2002 
cuando se empeñaba 
en revitalizar el cerro Polanco.

Ella mira e inventa. 

Su hijo arquitecto, Nicolás Ducci, 
durante dos años trabajó 
en la recuperación del edificio. 

Se encargó de traducir en arquitectura 
las imágenes que Cecilia diseñaba, 
y sumó su mirada artística para crear vanos, 
escaleras donde nunca las hubo, miradores y lucarnas.

La recuperación arquitectónica en sí 
forma parte del guión del museo. 

"La lógica de todo esto 
es que aquí no se compra nada. 
Todo se recupera", dice Cecilia. 

Lo que sale de un sector se reutiliza en otro. 

Con vigas se hicieron bancos de descanso; 
un poste de roble de más de cuatro metros 
que encontraron flotando en el muelle Barón 
cuando lo reconstruyeron, estuvo guardado 
por años hasta que encontró su lugar aquí, 
como eje estructural. 

Con ladrillos antiguos Nicolás 
reinventó arcos de medio punto 
sobre los dinteles de nuevas puertas.

Cecilia decidió que el espacio 
acogiera un patio Zen y uno francés, 
con espejos de aguas, canaletas y una cascada; 
uno con pavimentos de piedras negras 
que trajo de la playa de Pucón; 
con baldosas viejas el otro. 

Y además, balaustradas y adoquines 
encontrados por ahí y por allá.

La vida de Cecilia Fernández está en el museo. 

Quedará expuesta junto a galerías de esculturas, 
salas con muestras de artistas contemporáneos, 
y un teatro bautizado Paz Irarrázaval 
en homenaje a su tía actriz. 

Porque Cecilia no abandona. 
Ni cariños, ni recuerdos, ni épocas pasadas. 
"De todo voy dejando huellas. 
Para que nada borre lo anterior".

 El círculo que Nicolás abrió en el cortafuego 
que apareció al centro de la casa, 
con el que enmarca la diferencia 
entre el patio Zen y el jardín francés, 
tendrá a uno de sus lados una biblioteca, 
justo antes de entrar a la sala de jardinería. 

Ahí Cecilia trabajará sus topiarios, 
y la gente la verá en una de sus faenas más cotidianas,
entre acequias de agua, rumas de tierra, plantas y herramientas, 
porque el museo, en definitiva será su casa. 

Allí recibirá a los grupos que lleguen en bus, 
con visita previamente concertada. 

Al frente de la jardinería, 
estarán sus piezas de costura y de carpintería. 

Las tres áreas en que ha trabajado toda su vida, 
tal vez porque su imaginación siempre está 
un paso más adelante de lo que hay en vitrinas.

En otra de las salas 
instalará los bancos de madera 
donde se sientan los maestros 
que han trabajado en la obra, 
durante su hora de descanso. 

"Voy a hacer una pieza entera con sus cosas: 
el anafe, los mates, los pisos, ¡una belleza! 
me alucinan los bancos de los maestros".

¿Cuál es el atractivo en eso?

-Es la situación, lo que pasa en ese mundo, 
la relación que se genera, y que no se da 
en un living sofisticado, 
porque ya ni siquiera se usan. 

Los livings están en el abandono también. ¿¡Quién los usa!?

Desde el patio central se verá 
como una pequeña ciudad, 
con casitas con puerta y ventana, 
y los muros de calamina, 
tal como llegaron hasta ella, 
teñidos de óxido, 
"con la belleza del tiempo".

-Una de las puertas representará la casa 
de quien fue mi nana cuando yo era chica. 

Tendrá una artesa, estará el banco 
donde conversábamos en el jardín, 
que lo tengo guardado, 
y le voy a hacer un parrón. 

Afuera dirá Esmeralda 6060, 
que era su dirección. 

Todas las casas 
de esta pequeña ciudad 
serán vivencias mías. 

Estarán todas aquellas donde he vivido: 
5246 Loughboro Road en Washington, 
y en Santiago, la de Montecasino 
y la de Asturias 260. 

Es una ciudad de recuerdos, de mis vivencias.

Al mismo tiempo el museo 
ofrecerá espacios contemporáneos 
donde hay un mirador, 
se abrirá una cafetería y un muro 
en donde se proyectarán películas. 

También una tienda, 
que todavía no sabe bien qué venderá. 

Y en el segundo piso, el salón, 
"a todo dar", con un amoblado del 1700 
que fue de su familia, y todo el comedor 
que tenía su abuela, aunque el juego de loza 
se lo robaron en una noche 
y sólo le quedó una tacita de café.

-Estoy exhausta. 

No puedo delegar nada 
porque el museo soy yo. 

Cada detalle es fundamental para lo que quiero. 

Debo verlo todo 
porque cuando trabajas 
con cosas tan deterioradas, 
las cosas se pueden convertir 
en una chacra o en arte.

¿Y qué quieres que pase?

-La persona que venga va a revalorizar lo que tiene. 

Tenemos que dejar de botar cosas; 
de abandonar la silla de madera 
para comprar la de plástico, 
mientras la madera, 
que realmente tiene valor 
en sí como material, está botada. 

Hay que revalorizar lo antiguo. 

En lo que yo tenía en mi casa 
y deseché por moda, 
está parte de nuestra idiosincrasia. 

Quiero cambiar la filosofía; 
que la gente vea espacios bonitos 
con cosas que no he dejado 
que caigan en el abandono.

¿Y para ello el formato es un museo?

-Los museos ya están obsoletos. 

Necesitamos otro tipo, 
y eso quiero rescatar 
con este Museo del Abandono
cómo hacer que la gente 
que no tiene cultura de museo, 
ni cultura siquiera, se interese en ellos. 

El museo le tiene que mostrar sus cosas 
y el visitante tiene que reconocerse. 

Ver lo cotidiano, 
ver el mismo cacharro que botó 
pero expuesto de tal forma 
que se convierte en una obra de arte. 

Eso es lo que quiero: 
que el Museo del Abandono 
rescate las cosas 
que el tiempo ha abandonado, 
tantas cosas que se han ido perdiendo, 
y que les dé cobijo para recuperarlas 
como parte de una idiosincrasia 
que nos empeñamos en borrar.


____

El recorrido empezará en una casita cercana al museo,
donde Cecilia ya ha preparado algunos ambientes.

Muebles heredados, ropas viejas y maletas
reunidos con armonía y buen humor,
crean la situación del viajero.

Dos casas se eliminaron para convertirse en patios.
El arquitecto Nicolás Ducci abrió el arco
en el cortafuegos y rescató materiales 
para crear nuevos espacios y terminaciones.

Cada rincón es un cuadro. 
No sólo lo que se expone es importante
para convertir en arte lo que
otros ven como mera pobreza.

Los cerros de Valparaíso la proveen
de buena parte de sus colecciones.
Muchas cosas las ha recogido
en quebradas y botaderos.

La casona de dos pisos
que ocupa el museo.
Arriba tiene consideradas
dos pequeñas cabañas
para recibir invitados
o a los artistas
mientras dure la exposición.

«Yo no quiero colgar
la neurosis de un pintor 
en mi casa.
Quiero que el arte
que me rodea
tenga que ver conmigo
y con mis sentimientos».

«Me interesa demasiado
la recuperación arquitectónica
de los espacios, 
ya que es parte del museo, 
al mismo nivel que las cosas».

«Mi hijo me hizo esta silla
para mi cumpleaños;
la armó con cuatro sillas distintas
que estaban rotas.
Eso es un mueble del abandon
Armónicamente creó algo artístico
desde el abandono», dice Cecilia.

Lo cotidiano es su terreno
para crear la sorpresa.

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